He abordado la cuestión relativa a qué sería del país en el venidero año 2050, tal y como solicitó el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo el pasado 4 de abril a un grupo de académicos y profesionales, en función del fin de la historia dominicana y al conflicto de sus civilizaciones.
Retomo el asunto, pero ahora desde la perspectiva del devenir de lo que entonces denominé “la noche del mundo”, es decir, de ese tiempo en el que todo finaliza y vuelve a comenzar en función del hastío vacío y sin sentido de toda existencia humana solamente consciente de sí.
Para ello resumo dos nuevas tesis relativas al devenir dominicano y finalizo con una conclusión tan lógica como posible.
Democracia. El régimen político post trujillista expone las aspiraciones y expectativas de bienestar y libertad de la población, no obstante su carácter contradictorio debido al sentido patrimonial de la administración pública y a la parcialidad con que administra la justicia.
El nombre del país, “República”, deviene un sin sentido. Sometido a los denominados poderes fácticos, y bajo la tutela de autoridades y de autócratas encumbrados sobre regímenes partidistas de raigambre caudillistas, la centralización del ejercicio de los poderes estatales en uno solo la más de las veces termina haciendo gala de Leviathan antillano.
No solo no es cuestionable que sea republicano, también que sea democrático. Sobreabundan ejemplos tales como la manipulación del voto en períodos electorales y la no representación del elector por parte de partidos políticos y de abultados servidores estatales que se reproducen al margen de él. Y como fruto de todo lo cual se resienten innumerables irregularidades en términos de oportunidades y de (in)movilidad social.
De todo lo cual se deriva, primero, la desconfianza e incredulidad de una creciente mayoría en el sistema político vigente; y, segundo, que la democracia electoral no es económica, ni social ni cultural.
Así, pues, en ese contexto es previsible que el porvenir de la vida nacional, lejos de ser revivido como “tragedia” de los idos campos de batalla de los siglos XIX y XX, pase a ser soportado bajo la misma estructura de poder y modalidad política como vulgar “farsa” (Marx) histórica en el siglo XXI.
Conducta. El sujeto dominicano continúa en medio de la noche de su mundo por tanto tiempo cuanto su ADN cultural perdure inmune a la sola abstracción universal del mundo global.
Los patrones de comportamiento de la población dominicana seguirán delimitados por una conciencia escéptica y una historia plagada de desilusiones debido a una conducta moral incoherente y una existencia marcada por el desamparo institucional.
Ese cerco de su código cultural queda siempre abierto a la puerta giratoria de la transculturación. Por ella transitan infinidad de datos, algoritmos e informaciones que, gracias a las redes sociales y los sistemas de comunicación, hacen las veces de fuente de mutaciones del código cultural dominicano.
Así, pues, tras dos siglos de independencia el destino de ese pueblo que se tiene por dominicano se acerca a su futuro por similar atajo al de antaño: expuesto siempre al mundo exterior y a la espera de llegar a mutar su dotación cultural de modo a constituirse e institucionalizarse como Nación en medio de una fluida y siempre cambiante comunidad internacional.
Futuro del mundo dominicano en 2050
Dada mi evidente ignorancia respecto a un futuro que permanece distante de nosotros por más de una generación y media debo advertir al finalizar lo siguiente:
La única cuestión razonable que debe preocuparnos no es qué ni cómo seremos, sino qué queremos ser cuando llegue el futuro.
Lo que seremos y cómo llegaremos a serlo, lo he señalado en las tesis precedentes. Al ritmo que avanza este siglo XXI nuestro porvenir no puede ser otro que seguir siendo más de lo mismo. Solo nos espera lo que está en gestación.
Pero entonces, ¿por qué seguimos reproduciendo clones de lo que somos, y sobre todo, cómo evitarlo para que por fin acontezca lo inédito e inesperado?
La respuesta a la pregunta pareciera ser ésta:
No sabemos qué queremos ser. Y no lo sabemos ni estamos en vía de saberlo dada nuestra consuetudinaria carencia de un proyecto común y de una tradición intelectual en la que se privilegie el saber antes que un hacer práctico carente de conceptos originales y de la debida orientación de sus académicos y clases políticas y empresariales.
El primero en enunciarlo así fue Séneca, -“ningún viento es favorable para quien no sabe dónde va”- y nosotros, sometidos al azar en ese mar de carencias y desorientaciones no sabemos qué queremos y por tanto hacia dónde ir.
De manera que, o bien alteramos el rumbo presente de una vez y por todas o nos espera más de lo mismo en el porvenir.
La decisión es de cada uno y de todas y todos nosotros.
Ante tal disyuntiva lo impensado e imprevisto proviene a mi mejor entender del conocimiento, más que de un evento histórico tan radicalmente imprevisto como la venida de otro mesías o la insospechada recuperación de la ilusión perdida en barbas y rifles. Estamos en la era del conocimiento. Éste, el conocimiento, guarda valor intrínseco y puede encauzarnos hasta el año 2050 y por supuesto más allá.
Claro está, como me falta por precisar en un último artículo, siempre y cuando aprendamos de nuestros errores y evitemos los atajos para llegar y adentrarnos en el futuro.