“Necesitamos personas que hagan una virtud de oponerse a la opinión mayoritaria”

Tony Judt

Bien lo canta Mercedes Sosa: “Hay que sacarlo todo afuera, para que adentro nazcan cosas nuevas”, así que aquí seguimos en este momento gramsciano  sacando afuera cuestiones que claramente deben morir para que nazcan las nuevas.  Y “teniendo en cuenta los últimos sucesos” en nuestro continente al sur del río Grande parece pertinente instalar en la discusión el tema de la corrupción, cuya gravedad no debe por ningún motivo ser relativizada. Sin embargo, cada vez resulta más evidente que no podemos seguir ignorando las consecuencias del abordaje de este flagelo y sus motivaciones.

Probablemente a muchos y muchas les habrá llamado la atención que Mr. Trump, hasta hace pocos días jefe de la USAID -una agencia que financia acciones y organizaciones para “combatir la corrupción”– haya indultado a Salvador Melgen Semán, un médico de origen dominicano condenado por estafar al Medicare con recetas ideológicamente falsas. La lista de indultados es larga pero también llama la atención la inclusión en ella de mucha gente que quizás no es mejor ni peor que nuestros corruptos conocidos, aparentemente responsables de todos los males de la República.

Sin relativizar sus peligros y consecuencias en nuestras sociedades, hace unos años Marcelo Moriconi en la Revista “Nueva Sociedad” alertaba acerca de la perversidad del discurso contra la corrupción y subrayaba la manera en que la comprensión  del flagelo “es manipulada por presupuestos ideológicos, morales y jurídicos. Los hechos empíricos son significados de maneras incluso opuestas, dependiendo del interés particular de quien establece las significaciones. Y para el discurso anticorrupción, el régimen político es óptimo, el problema es que hay corrupción. Si eliminamos el flagelo, viviremos felices y en armonía. Administración sí, política no.”

Pero la cosa es peor, tanto desde el punto de vista moral como histórico. Desde la perspectiva de la moral se ha querido hacer creer que la transparencia es el antídoto contra la corrupción y ahí ya empezamos mal encaminados pues según Moriconi “la transparencia no es lo contrario de la corrupción” pues mientras la transparencia es un fenómeno óptico, la corrupción es moral. Entonces el componente clave es la confianza y ésta no se construye a partir de las certezas sino de la virtud. Sin este necesario ejercicio, por ejemplo, las comisiones de ética son un lugar de plantillas para santones ineficaces que a lo mejor resultan más caras que los delitos que equivocadamente dicen combatir. Sin contar con que el hecho de que estén dedicados a la persecución legal de los presuntos corruptos los pone en el plano de la coerción olvidando que la moral es una cuestión de decisión individual, de expresión de autonomía.

Respecto de las motivaciones de las acciones anticorrupción, nada pudo expresar mejor su verdadera naturaleza que las declaraciones del vicepresidente ejecutivo de la Fundación Institucionalidad y Justicia (Finjus), Servio Tulio Castaños sobre el caso Odebrecht: “A la República Dominicana no le va a quedar de otra que no sea llegar hasta las últimas consecuencias porque ese es un caso que rompió las reglas del comercio internacional (…) y en ese tipo de cosas los Estados Unidos son muy rigurosos” (Diario Libre, 18-Enero-2017).  Como se ve, es una cuestión de “peso” que nada tiene que ver con los desteñidos discursos moralizantes, ni con la felicidad alcanzable luego de que los corruptos vayan a la cárcel y se recupere lo robado.

Sólo insistamos en que la corrupción siempre sirve a motivaciones políticas “superiores”. Y en el caso de nuestra América, como en el mundo, la corrupción fue un factor decisivo en la instalación del sistema neoliberal a tal nivel que lo que parece una cuestión incomprensible solo la entenderemos cuando seamos capaces de entender los cambios culturales que la ideología neoliberal ha provocado.

Ya estamos lejos de 1990 cuando se nos anunciaba el “fin de la historia” y que habíamos llegado a un sistema político y económico que aseguraría algo más que los llamados “mínimos civilizatorios”.  Pero a más de tres décadas de aquel equivocado anuncio, no es válido olvidar que a esa idea de la política y de la economía llegamos acunados por la corrupción. Me resulta inolvidable que en una discusión política en el Chile de 1990 el argumento para la toma de una decisión haya sido que de no tomarla no se podría acceder a los sobornos de la empresa que construiría el aeropuerto de Santiago y esto entre los que decían construir la “Casa de la izquierda". Así, también, se instaló el neoliberalismo en Chile.

Si hay algo falso es afirmar que las desigualdades sociales se deben a la corrupción.  Sugerir que la “lucha contra la corrupción” traerá los cambios que necesitan nuestras sociedades es lo que podríamos denominar como “solución tipo ONG”, que solo asegura nuevos aportes económicos para la causa de instituciones que se caracterizan por quedarse calladas cuando el que firma los cheques indulta a los condenados por delitos de corrupción. No tengo a mano los números, pero me atrevo a afirmar, por ejemplo, que los políticos chilenos tendrían que robar mucho para lograr alcanzar los daños que hicieron al patrimonio nacional las privatizaciones de Pinochet. Fueron de tal magnitud las cifras que su investigación fue impedida por un acuerdo entre el gobierno de Aylwin y Pinochet (ver: “El saqueo de los grupos económicos al Estado chileno”, María Olivia Monckeberg, 2015).

Me he permitido anotar lo ocurrido en Chile -en esta columna que habla de aquí y Del Sur- porque la idea moralizante que actualmente aplica en República Dominicana tiene dos consecuencias sobre las que en mi opinión se debe poner atención antes que sea demasiado tarde. La primera es la instalación de una moralidad negativa frente a la política y a los políticos y la segunda es que mantener la idea de que la corrupción es la razón de las injusticias sociales nos lleva derecho a no combatir esas injusticias y a que pase sin sanción ni discusión, igual que en casi todo el continente, la idea de que vender los bienes públicos a precio de “vaca muerta” no es un delito tan grave como sobrevalorar bienes en una licitación. Pero además (sin descuidar que por el momento no es el nepotismo la figura mediática) hay que poner atención a los “conflictos de interés” pues los que venderán van a ser los mismos que van a comprar y seguro que serán “legales” los precios. Tampoco tendrá sanción que el Estado abandone funciones con los Acuerdos Público Privados, ni que sea el Estado quien se haga cargo de los créditos para el financiamiento de estos acuerdos, ni que se ignoren los resultados de estos verdaderos asaltos a los intereses nacionales. Mientras esto sucede, los que debieran ser dolientes siguen hipnotizados por la “justicia independiente”. Todo como la máxima expresión del cinismo, (“El cínico desmiente en público lo que defiende en público” J.L. Conde). El cínico es un campeón en la lucha contra la corrupción mientras ocupa puestos en el Estado y es a la vez dueño de empresas proveedoras del Estado y postulante a comprar bienes del Estado. Por eso “la lucha contra la corrupción” es de las cosas que deben morir para dar, por fin inicio a una sociedad que de verdad se moraliza, que se hace buena, que se motiva por las luchas en favor de la justicia social, del fin de la desigualdad. Nada más y nada menos.

Y para que vean que en lo que digo no hay nada de original, les comparto esta inestimable cita del compañero Francisco para avanzar en lo que tiene que nacer: “no se puede justificar una economía sin política, que seria incapaz de propiciar otra lógica que rija los diversos aspectos de la crisis actual. Al contrario, «necesitamos una política que piense con visión amplia, y que lleve adelante un replanteo integral, incorporando en un diálogo interdisciplinario los diversos aspectos de la crisis». Pienso en «una sana política, capaz de reformar las instituciones, coordinarlas y dotarlas de mejores prácticas, que permitan superar presiones e inercias viciosas». No se puede pedir esto a la economía, ni se puede aceptar que esta asuma el poder real del Estado.”