El 2018 será recordado como el Año de la Ley de Partidos, sin importar que su contenido haya llenado o no las expectativas creadas durante los más de veinte años de estériles debates y archivos muertos, propiciados por las élites de los partidos políticos, en el Congreso Nacional.

A partir de la Reforma Constitucional del 2010, la aprobación de la Ley de Partidos, como producto de la constitucionalización del funcionamiento democrático y transparente de los partidos políticos, se convirtió en un requisito indispensable para convertir en realidad este mandato del constituyente.

La perdurable tesis sobre el círculo de hierro de las oligarquías partidarias, que fuera acuñada, en los primeros años del siglo XX, por el reputado sociólogo alemán, Robert Michels, para explicar el comportamiento antidemocrático de las élites de las organizaciones políticas, sigue impregnada, con muy contadas excepciones, en la mentalidad de nuestros líderes políticos.

Sin embargo, esta praxis antidemocrática no fue suficiente para evitar la aprobación de la Ley de Partidos y Agrupaciones Políticas y, por vía de consecuencia, la regulación relativamente efectiva de las formaciones políticas.

No se puede negar que la Ley 33-18 se caracteriza por los defectos en su redacción y contenido, lo que se puede atribuir, en gran medida, a una negociación que antepuso las conveniencias coyunturales particulares de los líderes de los llamados partidos mayoritarios, principalmente en lo concerniente a los mecanismos de elección de candidatos a cargos de elección popular, al interés legítimo de los propios partidos y de la democracia.

Aún con todos sus defectos la nueva norma política significa un notable paso de avance, que dependiendo de la voluntad que tengan los órganos electorales para hacerla cumplir, podría contribuir con el mejoramiento de la percepción negativa que sobre los partidos políticos tiene un amplio segmento de la sociedad.

Tanto la Ley de Partidos como la Ley Electoral, a partir de la proclamación de la reforma del 26 de enero del 2010, son dos leyes orgánicas de obligatoria aprobación.

No obstante que la Ley Electoral debió ser la primera que se aprobará después de la referida reforma, para sintonizarla con la Carta Sustantiva, no fue conocida en este año 2018 y todo parece indicar que tampoco lo será antes de las elecciones generales del 2020.

Quienes más van a lamentar competir en las próximas elecciones con una Ley Electoral anacrónica son los partidos de oposición, los cuales se dejaron distraer con la Ley de Partidos.

Los principales partidos de oposición debieron reclamar la aprobación simultánea de las dos normas políticas, como condición sine qua non, para poder exigirle a los órganos electorales, cumplir con la celebración de elecciones equitativas, libres, justas y transparentes, tal y como lo dispone el artículo 211 de la Constitución Política.

Todo parece indicar que la Ley Electoral seguirá la misma suerte que otras leyes orgánicas, las cuales el hegemónico Partido de la Liberación Dominicana (PLD) no ha aprobado, a pesar de disponerlo su propia Constitución del 2010.

Por lo tanto, el 2018, que debió ser el año de las reformas políticas, finaliza como un año más en el que un gobierno del PLD violentó la institucionalidad democrática.