Comienza el año 2015 y el motor de mi carro Toyota Camry ruge, mientras oigo a Edith Piaf, la diva de mis sueños, la bien querida, la que me bate el cobre repiqueteando las erres en su francés finísimo, multivibrante y lírica, cuando canta “La foule”.    ¡Oh, Edith Piaf, atraviesa conmigo la ciudad, tan real en ese último concierto en vivo que suena a muchos años de su muerte; y la oigo toser como una tuberculosa, como si estuviera ahí, viva y desafiante!

Desde la ventana cerrada de mi carro que ruge, refrigerado el visor por el que ausculto el mundanal ruido de los demás, sé que soy un hombre posmoderno trotando en una media isla cubierta de inequidades. Navego en el internet, hablo por teléfono celular, doy, engolado,  las señas de mi correo electrónico, y desde la buhardilla de mi auto  me siento un astronauta del espacio global. Para rematar, cito de vez en cuando a Lyotard y me enfrasco en grandes disquisiciones propias de un hombre globalizado. También dejo caer, como quien no quiere las cosas, una frase rotunda del mago de la incertidumbre, el entrañable Cioran. ¡Estamos en el 2015!

Estoy sublimado por mi lugar en el mundo, desde una media isla polvorienta; y casi lloro, si no es por el maldito muchacho que me saca de mi arrobamiento, lanzándome la esponja con jabón y agua contra el vidrio del carro, desde una cierta distancia, y metiendo su cara pedigüeña en el parabrisas. Estoy en la 27 de febrero con Lincoln, la perturbación me empuja a mirar hacia otra parte: la vieja que pide limosna con la piel colgándole da la impresión de estar derritiéndose bajo  el sol de la Isla, un tipo estruja la cara de un  bebé perrito en el vidrio de la puerta, el otro me oferta un zapote que muestra una esquina roja, un limosnero me intimida mostrándome la sonda que le viene del bajo vientre, entre gasas con mercurio cromo que simula la sangre. El muchacho que arrastra la silla de ruedas con un minusválido se encima en la puerta y miro.   Siento el golpe seco en la ventana opuesta y volteo: alguien me enseña el muñón de un brazo que ha sido, según parece, recientemente amputado. El policía de tráfico es un pozo de sudor, aunque el falso invierno en la isla enfría el aire. De pronto estoy consciente de mi dualidad, de la infamia de una sociedad que excluye a las mayorías, de la mezquindad de esas humildes formas de la gloria en las que un pequeño burgués se regodea. Porque estamos en el 2015, soy un hombre posmoderno, pero muy poca cosa ha cambiado en mí entorno.

El semáforo da un cambio de luz y vuelve a rugir el motor potente de mi Toyota Camry, el retrovisor aleja lentamente  las imágenes condolidas que atrapé en mi mirada, y vuelvo a ser el “otro”, el posmoderno que trota en las calles de una ciudad contradictoria y hostil. La experiencia contemporánea incorpora de manera natural el insospechado poder de un carro que ruge. Lo posmoderno es una sensación mágica de que los límites no existen. Y es, también, el naufragio del mito de la humanidad. ¡Oh, Dios, la modernización se va cada vez más pareciendo a un engaño!

Edith Piaf repiquetea las erres subiendo la melodía, cantando “La foule”.  Es la diva de mis sueños, la bien querida, la que  bate el cobre de mi corazón con su voz impecable.  Soy un hombre posmoderno que sigue su marcha. Edith Piaf sonando en mi casetera. Atravieso, por fin,  la 27.

¡Oh, Dios, hemos llegado, casi sin saberlo, al año 2015!