A pesar de haber sido una de las leyes orgánicas en las que la Reforma Constitucional del 26 de enero del año 2010 tuvo más efecto, la anacrónica Ley Electoral del año 1997 parece inamovible. Su profunda modificación estaba llamada a materializarse ese mismo año, para ser aplicada en las elecciones del 2012. Sin embargo, inexplicablemente, cinco años después, su armonización con la Carta Magna no ha sido posible.
Lo mismo ocurre con la Ley de Partidos que se ha tornado en irrealizable, tomando en consideración que habiendo transcurrido tres lustros desde que el proyecto fuera introducido por primera vez en la Cámara de Diputados, su aprobación no ha sido posible.
Cuando se constitucionalizó el requisito de democracia interna en los partidos políticos, resurgió la esperanza de que los legisladores, los mismos de la Asamblea Revisora, poco tiempo después, convertirían en realidad la Ley de Partidos. Pero, con el paso del tiempo, retornó el desencanto, cuando se pudo comprobar que el artículo 216 de la Constitución Política que, además, le ordenó a las formaciones políticas conducirse con transparencia, no era más que un poema, sin efecto alguno, escrito compuesto por una parte del liderazgo político y declamado por los representantes legislativos, sin ninguna intención de hacerlo aplicable.
Este tipo de comportamiento de las élites partidarias debilita, sensiblemente, a los partidos políticos, los cuales a pesar de haber participado en elecciones consecutivas desde el 20 de diciembre de 1962, se comportan con notoria inmadurez. Su limitada visión solo les permite materializar las reformas electorales cuando se ven forzados por grandes crisis políticas.
Lamentablemente, después de cada uno de los procesos electorales no se aprovecha, como es lo aconsejable, la experiencia dejada por ellos, para introducir reformas electorales que contribuyan con el perfeccionamiento tanto del sistema de partido como del electoral.
En ese sentido, algunos líderes políticos se han negado a aprobar la Ley de Partidos, para mantener el control de los cargos de elección popular y evitar la regulación de sus fondos. De igual manera, para poder actuar sin ningún tipo de control en las elecciones nacionales, tanto en lo relativo a los topes en los gastos de la campaña como al uso de los recursos del Estado y de los ayuntamientos se han mostrado renuentes a propiciar la modificación de la Ley Electoral.
Tomando en consideración que los partidos celebrarán sus primarias, convenciones o asambleas, a más tardar en los primeros seis meses del año, la aprobación de la Ley de Partidos solo tendría efecto si se hiciera antes del mes de febrero. Es muy poco probable que esto ocurra, por lo que los denominados partidos mayoritarios deben prepararse para organizar sus riesgosos eventos internos, en los que cada uno deberá escoger unos 4 mil 200 cargos.
Contrario a lo que muchos han llegado a creer, la selección del candidato o candidata a la presidencia de la República no es el principal desafío del proceso para los partidos, sino los, aproximadamente, restantes 4 mil 188 cargos, entre los cuales se encuentran los de senadores, diputados, alcaldes, regidores, directores de distritos municipales y vocales, por los que correrán en las internas sus dirigentes altos, medios e intermedios, para quienes estos cargos tienen el mismo significado que el presidencial para los principales líderes y, por lo tanto, cada uno genera una lucha, particular, apasionada a lo interno de la organización de igual magnitud que la del principal cargo de la democracia representativa.
Como se puede apreciar, la única posibilidad que tienen los partidos de no salir fraccionados de sus delicadas contiendas internas reside en que el órgano electoral, en su condición de tercero imparcial, las fiscalice y supervise, para que puedan ser aceptadas por las partes. En caso contrario, las cúpulas partidarias se arrepentirán de no haber aprobado la Ley de Partidos, solo que para entonces será demasiado tarde.