La fe, la esperanza y la caridad son desde el Concilio de Trento las tres virtudes teologales, es decir, tres prácticas inducidas por Dios en los hombres y las mujeres para concretar sus acciones de acuerdo con el, con Dios.

La esperanza de los cristianos, entonces, tiene que ver con la espera.  Pero con la espera de Jesucristo, que si bien debe derivar en un especial estado de ánimo -de optimismo y de alegría por el que viene- no es en absoluto asimilable, por ejemplo, a lo que se quiere o se espera en la política.

Vale esta reflexión, pues al iniciar este año abundarán las invitaciones a la “esperanza”, lo que está muy lejos de una invitación a la conversión y a la espera de la venida de Jesucristo. No, tal invitación tendrá un tufillo a “quédese tranquilo/a, no hay que perder la esperanza”. Pero, ¿la esperanza en qué?

Si la principal ‘razón’ de la esperanza es la fe, ¿qué sustenta la esperanza a la que apelan quienes en realidad ya no creen en nada y se aferran al madero salvador de que hay que creer en algo? Y, ¿cómo argumentan aquellos que desde las burocracias cromadas piden esperanza, cuando en realidad están pidiendo tiempo para seguir haciendo lo que mal hacen?

Así se nos aparece como muy claro que la idea de esperanza no se corresponde con ningún concepto político.  Pero sucede que quien la usa desde la política no está diciendo la verdad y la “no verdad” en la ciencia -la política lo es-  tiene que ver con la ignorancia o el error.

La política en realidad es un verbo, es acción, “es distribuir, conservar, transferir poder”, por lo tanto si usted ve con ‘esperanza’ el futuro, debe esperar que los corruptos devuelvan lo robado, que los que compraron cédulas se arrepientan públicamente, que el comunicador que dio una información equivocada, devuelva el precio del error. Claro que puede también esperar que el legislador que votó sin leer se anote en la campaña de alfabetización. Por supuesto, si es usted una persona de fe, espere que quienes cobran salarios escandalosamente altos para sus capacidades escasas y para nuestros países tan pobres vayan a la tele a darle excusas. Lamentablemente la esperanza no tiene que ver con esto  ¿no es cierto?

Lo que ‘los malos’ quieren que todo el mundo haga, es esperar. La Real Academia Española define esperar como: “Poner en alguien la confianza de que hará algún bien.” Y mientras usted espera, ya sabe cuales son las posibilidades: benefactor de la patria, reelección perpetua, etc. Lo más peligroso en un escenario como este es que mientras se espera, no se ocupa el tiempo en distraerse encontrando razones que sirvan para afirmar la potencial confianza.  Y estaremos de acuerdo en que en la historia reciente no es fácil encontrar currículos proféticos –que denuncien y que anuncien. Más bien los dueños de los currículos son candidatos a ser denunciados y poco proféticamente condenados.

Mejor aún, otra definición de esperar que trae el diccionario de la  Academia es: “No comenzar a actuar hasta que suceda algo.” Es decir que como la política es acción, esperar es ponerse al servicio del mal. Lo que sucederá ya se sabe: en los periódicos abundan déficit, desempleos, impuestos, corrupción, incumplimientos de la ley, deuda, etc. Entonces, espere en la más fiel acepción de la lengua castellana y no sólo seguirá viendo en los periódicos las malas noticias nombradas, comenzarán a aparecer otras nuevas y peores.

Pero… ¿qué tal si dejamos de esperar?. Ya tenemos claro que no dará peras el olmo y ante nosotros tenemos un año completo, con 365 amaneceres, que nos invita a un mejor vivir. Que esperen ‘los malos’, por la sencilla razón que hemos asumido con el poeta: que cuando la espera se acaba “…el jamás se convierte en hoy mismo”.

La democracia no espera, ni es el sistema político de los que esperan. La democracia gusta de ser conquistada por quienes actúan para que suceda algo.

No podemos negar que casi todos y todas hemos esperado mucho más de lo que aconseja la prudencia y en esto… el que esté libre de culpa que lance la primera tuerca.