En cada año hay icebergs de otros años, restos del naufragio de otros años, y más todavía si eres una Isla. En 1978 pegaron fuerte en Santo Domingo Tony Manero y su peinado estático bajo las oleadas de “Fever Night” y “How Deep is your Love”, mientras los que se iniciaban en los otros costados de las noches lo hacían bajo el signo de “Last Dance”. Entramos a la era de los dones y las doñas: Don Antonio parecía un camión frenando y dando para atrás tras cada párrafo en sus discursos presidenciales, Doña Renée fue como la mamá de la nación que todos esperábamos. El grifo de “los hijos de” se abrió como un caño de bomberos en emergencia, por todas partes “los hijos de” haciendo y deshaciendo, como pirañas, per seculo seculorum, ay Dios mío, los hijos de los perredeístas reafirmando el Imperio de los “Hijo De”.

En 1978 el Cine Capitolio estrenaba “Looking for Mr. Goodbar”, un film iniciático, uno sin soportar que de repente la misma Dianne Keaton de “Anny Hall” acabase su vida ahora en manos de un Richard Gere insaciable, adánico, mientras la mamá de Haydée, la cajera del Cine Capitolio, la iba a buscar puntualmente después de la función para que las malas –ni las buenas- lenguas ni se acercaran por su pelirroja, mientras Haydee, la pelirroja, con sus taquitos por aquellos pasillos y detrás de la caja, hacía y deshacía.

En 1978 me enamoré no sé cuántas veces y no sé cuántas veces mi hermano Claudio era más rápido que yo, mi hermano, todo un Steve Macqueen en las pistas del amor y el despelote.

En 1978 Santo Domingo era una ciudad-fortaleza rodeada de heladerías, los Capri del malecón, los Imperiales de la Hostos y Nevada en la Nouel, con otra heladería frente al Cine Diana, en la Duarte, que era para morirse con sus helados de níspero, compitiendo con los de uva de playa de Los Imperiales. La apertura de Cinema Centro y la primera escalera eléctrica sería todo un escándalo.

En 1978 la ciguëña traía a Frank Báez y a Paul Álvarez y a Rey Andújar.

En 1978 Rita Indiana cumplía su primer añito.

En 1978 acababa mi primer año en un liceo sacado de la caja, el Fabio A. Mota en Los Mina, donde hice dos amigos que aún perduran, uno de ellos, con todas las pilas de antes, el grafista y hermano Alex Guerrero, un saludo allá en los Hights, ¡ahoi!.

Hubo muchas cosas que no supimos del 1978, como el éxito de “Roxanne” de Police, o los textos de Foucault sobre el panópticum aunque sí había comprado el “Angelus Novus” de Walter Benjamin en la Librería de Herrera, en Las Mercedes, y Tony Japa, otro amigo y hermano desde entonces, me había traído “Leaves of Grass”, en su primer viaje a Nueva York, yo bien caliente porque acababa de estudiar inglés en Apec. Los libros de cabecera eran “Juan Sebastián Gaviota”, los poemas de Benedetti, los José Martí traídos de la mano por Milanés, Sara y Amaury Pérez, los estertores del Olympia, en París, mientras Paco nos animaba “A galopar hasta enterrarlos en el mar”.

El 16 de agosto de 1978 fue el día de más felicidad de los 70 –y los 80 y los 90 hasta ahora-. El maestro Ramón Oviedo estaba forrado de blanco en El Conde con Palo Hincado, celebrando la caída de los Doce Años de terror balaguerista, mientras en el Partido Socialista Popular discutíamos la estrategia a seguir para enfrentar al imperialismo, la reacción local, la oligarquía y otros bacilos dañinos.

En 1978 compraba libros de Ho Chi Ming en la Librería La Trinitaria, de cuanto estaba en La Trinitaria, pasaba por El Rinconcito de los Libros, sólo para aspirar el incienso que ponían esas libreras entrañables que estaban en La Meriño y de las que nunca supe el nombre.

En 1978 aún no llegaba el Ciclón David y muchísima gente creía, gracias al arcangélico vozarrón de Peña Gómez, que estábamos frente a un verdadero “cambio sin violencia”, mientras los tipos trajeados de blanco seguían ahí, impolutos, como sepulcros.

En 1978 se instauró la primera democracia más o menos estable del siglo XX, hasta hoy. Comenzamos a votar casi religiosamente cada cuatro años, mientras al principio y al final los sainetes comenzaron a instaurarse: un presidente que se suicidó en un sitio tan poco elegante como un sillón de barbero –gesto que comprendimos después de aquella película sobre la peluquera y el niño que se ponía como loco-. El siguiente presidente caería enfermo, preso, que es lo mismo. Ocho años después de 1978 Balaguer volvería, reconfortado, reforzado, demostrándonos lo que nunca queríamos aceptar, lo indecible, que “si el pueblo quiere luche, que luche Jack Veneno” mientras el célebre Ave Fénix se nos estrellaba en la cara, luego de resurgir de las cosas esas célebres que ustedes conocen.

En 1978 me cancelaron de mi primer puesto de trabajo y también me repusieron. Pasé de ser archivista en Radio Televisión Dominicana a “sub encargado de la Discoteca”, yo un empleado bajo la dirección de Tony Raful y con dos guruses particulares, Pedro Péix y Andrés L. Mateo, Pedro con el pecho leonino que nunca lo deja, Andrés entonces con su camisa cubana, ¡caballero!, y con esa manera de hablar radial tan lírica por la radio, ay Jesús, que cualquier graduación de bachilleres en La Vega con seguridad que lo hubiese integrado dentro de sus feligreses, luego de la interpretación de “Éxitos”, de Luisito Rey, “si es que usted alguna vez conociera a un artista y buscara en el fondo de su corazón… si es pintor, violinista, cantante o poeta, es igual, todos sienten la misma ilusión… éxitos, por el que sufre, por el que lucha…”, sí, “Éxitos”, la primera canción de autoayuda, poco antes del desembarco del maharishi y los vegetarianos.

En 1978 era puntual cantando Hare Krshna en el Centro Hare Krsna de la Cayetano Rodríguez los sábados en la tarde, comiendo prasadam luego de dos horas de canto y uno de estudio del Bhagavad Gita, hare rama hare rama, lectura combinada con “El Estados y la Revolución” de Lenin, el discurso de Mao Tse Tung –antes de que le cambiaran el nombre por el poco sonoro de Mao Zedong- en el Foro de Yenán, y si había tiempo, antes de que se fuera la luz, aquellos diez folleticos del Profesor Juan Bosch explicándonos el país, el mundo, la vida, “y hasta mañana, si Dios quiere, dominicanos”.

En 1978 comencé un amor terrible por Los Mina, sus calles, su gente. Cruzar el puente Duarte era no sólo obligatorio sino una experiencia lírica, lúdica, todos los días, que vayas y que vengas y que no te entretengas.

Pero como todo en la vida, el 1978 tendría que desaparecer.

Llegó 1979. Pero eso es otra historia en la vida del Pequeño Adams.