« Óyeme, Melitón, ¿no fue el veintiuno de septiembre el mero día del temblor? », pregunta uno de los personajes de El día del derrumbe, un relato de Juan Rulfo, el narrador más célebre –glorioso, comentado, y agréguese cualquier sufijo en “ado”, “ido”, “to”, “so” o  “cho”– de la literatura mexicana. Tanto y tan bien se ha escrito de la tragedia del martes 19 de septiembre de 2017 que poco o nada podría agregar, salvo comentar brevemente el cuento aludido.

No sé qué me ha asombrado más, si la nefasta coincidencia de que vuelva a temblar en la ciudad de México en la misma fecha (con 32 años de diferencia) o la adivinación de cuándo sucederían las tragedias: «Esto pasó en septiembre. No en el septiembre de este año sino en el del año pasado. ¿O fue el antepasado, Melitón? ». Cabe mencionar que, la reacción solidaria de la gente no fue nada sorpresiva, igual pasó en el 85.

Como sabemos, este mes ha estado pletórico de lamentos sísmicos: primero el 7 de septiembre en Oaxaca y Chiapas; luego en la ciudad de México, Puebla y Morelos. El saldo es terrible, unos trescientos muertos y muchísimos otros que se quedaron sin hogar, pues como en el texto, las edificaciones parecían «hechas de melcocha» y no resistieron la tembladera.

El genio fabulador de Rulfo empieza por situar su relato en Tuxcacuexo, un pueblito cuya pronunciación es telúrica en sí misma, como dijo Guillermo Sheridan. Luego, se vale del diálogo memorioso para mostrar, no sin sarcasmo, la brecha entre autoridades y ciudadanos:

« Llegó el gobernador; venía a ver qué ayuda podía prestar con su presencia. Todos ustedes saben que nomás con que se presente el gobernador, con tal de que la gente lo mire, todo se queda arreglado».

Dudo que nuestros políticos lo hayan leído. Imagino a algún asesor sabe-lo-todo resumiéndoles la historia que luego hacen suya para auto engañarse de que, efectivamente todo es cuestión de que la gente los mire, ¿así lo creyó Miguel de la Madrid en el 85?, aunque él tardó tres días en mostrarse y sus acciones no pasaron de la mera contemplación.

Aparentemente, ahora ha sido distinto, el presidente Peña y su equipo han reaccionado con menos parsimonia. Según esto, hay protocolos de emergencia y hasta una alerta sísmica que suena medio minuto antes de que llegue el temblor (el martes, sin embargo se quedó muda ya que el epicentro no ocurrió en la costa, donde se tienen los sensores). Además, dizque Protección Civil, la Marina y el Ejercito están mejor preparados pero, la que apuntala las acciones es, al final de cuentas, la propia sociedad: solidaria, generosa, incansablemente activa…

Rulfo comenta sobre la ‘terapéutica’ mirada del gobernante. ¿Se dará cuenta el gobierno que esto no basta, que nuestro sentir se parece más al desprecio que a la admiración? Allí está la rechifla burlona a De la Madrid cuando, un año después de los sismos, inauguraba el Mundial de Futbol. Allí está el actual Secretario de Gobernación escondiéndose en su camioneta blindada ante los reclamos de rescatistas y ciudadanos cuando quiso dejarse ver en la Colonia Obrera; hasta un estimulante coscorrón le obsequiaron. Lo mismo pasó este fin de semana con Mancera, Graco Ramírez y Peña Nieto: quejas, reclamos, insultos, lo dicho:

« La gente, aunque se le haya caído la casa encima, queda muy contenta con haberlo conocido. ¿O no es así Melitón? ».

Si bien Rulfo moriría poco después del sismo del 85, quisiera suponer que se enteró de la participación solidaria de la gente. Hoy como ayer los ejemplos abundan, como el de la ferretería Materiales del Parque, (ubicada en plena colonia Condesa, una de las zonas más dañadas) que se puso a entregar gratuitamente toda su mercancía a los rescatistas: palas, lámparas, montones de pilas, herramientas varias…

Sin embargo, ésta tampoco queda indemne en el relato. En lugar de recoger escombros se pone  hacer algo realmente significativo, como preparar un banquete para el gobernador y su caterva de adulones. El costo de la comilona es elevado para esta gente de por sí empobrecida: «Oye, Melitón, ¿como cuánto dinero nos costó darles de comer a los acompañantes del gobernador?». Ante esto, uno no puede dejar de pensar en el gasto excesivo y estéril del Estado, que se va en sueldazos, prestaciones, corruptelas…Mientras tanto en el banquete pasa de todo: alimento y baile; música y alcohol. Hasta un “catrín” se avienta un discurso incomprensible y zalamero que por suerte es interrumpido a balazos.

En fin, Juan Rulfo nos cuenta que el gobernador, sin importar que ya ha usado el salero, se lo guarda en la bolsa de la camisa. Luego, con toda la elegancia digna de la Francia, se limpia los dedos no con la servilleta, sino con los calcetines. ¿Hay mejor alegoría del sistema político, que padecemos como si fuera otro sismo permanente?