Los alambres de púas que ataron esas manos todavía guardaban los ecos descorridos de tantos llantos sin eco. Los huesos tenían las marcas de las bayonetas cobardes e insensatas.

Del lado opuesto la ceguera y el miedo guiaban otros hombres arrastrados al papel de verdugos, complacientes con un “amo” cuya sonrisa escupía mandatos ante hombres sin letras.

Un día se produjo el desentierro solemne y silencioso. Aupado por un cómplice equilibrista. Una mente que brilla solo en su beneficio cobarde, indoloro.

Esa fue una mañana gris en San Isidro. Los carros fúnebres se enfilaron en vano, cuando uno solo bastaba para cargar tantos muertos. Los restos mortales fueron convertidos en un montón apiñado de calaveras comunes con un orificio absurdo en sus sienes.

Jinotepe llama desde lejos, Nicaragua apenas recuerda a dos hijos tragados en el Caribe del 59. Nadie logra encontrarles nombres y allí descansan, desconocidos, en aquel mausoleo también olvidado de la ciudad de Santo Domingo.

Llegaron también combatientes solidarios de España, Cuba, Guatemala, Puerto Rico, Estados Unidos, Venezuela. Eran jóvenes aguerridos, dispuestos.

Llegaron más de doscientos y solo unos pocos sobrevivieron. Algunos de ellos fueron fusilados sin misericordia por los sirvientes del régimen tiránico. No supieron reconocer el gesto gallardo, cegados como estaban por su propia angurria. Un tirano no es más que un fulano cualquiera que logra apandillar lo peor y lo mejor de una sociedad convirtiéndolos en serviles bufones.

Fue un 14 de junio cuando como rayo cayeron sobre Constanza, mientras otros osados llegaron con retraso a Maimón y Estero Hondo. Venían con la esperanza de romper las cadenas que cargábamos durante casi tres décadas.

Eran jóvenes y fuertes, lo mejor de una raza inmortal que se acrisoló en el ideal de lucha. Desde Horacio Rodríguez y Jiménez Moya ese ideal pasó a Tavares Justo, Amín Abel Hasbún y otros.

Bastaría con mencionar a uno solo para mencionarlos a todos. Fueron forjados en la misma fragua, nutridos de la misma savia, con las mismas ansias de luz, esa luz que aún anda flotando sin ser encontrada.

Más de cinco mil sabuesos rabiosos saltaron a su encuentro, peinaron las montañas y los ríos, hurgaron en las piedras y la maleza. Despedazaron las carnes que anhelaban los dientes del tirano.

La sangre derramada de las fauces de los lebreles manchó hasta el “impecable” uniforme del endiosado tirano. Desde ese momento comenzaron a contarse sus últimos días.

Desde lejos otro pequeño dictador miraba complaciente. Habían pasado treinta años desde el holocausto (era 1989), suficiente tiempo para ocultar sus culpas, para apelar al olvido. Este contempló excavar la tierra mojada, mientras mujeres con pañuelos se tapaban el rostro ante los despojos rescatados de un abandono inexplicable.

Estas son “cosas” propias de mi tierra. Ni siquiera los héroes recientes se salvan del olvido. Morir por los demás no está permitido en Quisqueya, mejor sería “llegar” y hacerse rico caudillo.

No obstante, ¡la raza inmortal sigue viva! No se dice solo como una consigna entusiasta cargada de una emoción momentánea, no. Se dice con la certeza de aquel que ve las cosas, las siente, las padece, las sufre.

Desde tiempos lejanos quienes trazaron las pautas nos han legado un dolor que transmite alegrías, dignidades, certezas de bien.

No fue en vano esa sangre derramada en esta tierra que tomó sus semillas y las conservó como el fruto más preciado, como lo mejor de esta estirpe antillana que parió nuestra américa.

Antes, mucho antes, tuvimos a Duarte, Martí, Hostos, más adelante hay un “nosotros”, de vigilantes dispuestos a conservar ese legado de libertad y pureza.

El monumento a los héroes de Constanza, Maimón y Estero Hondo se levanta discreto a un costado del centro de La Feria. De frente al mar. Los miles que por allí circulan diariamente tal vez ni cuentan se han dado lo que allí se guarda.

La vergüenza de todo un pueblo yace allí inocente.

¡Salud!