Cortesía de CONNECTAS/Juan David Olmos*
La semana pasada Cali, la tercera ciudad de Colombia, pareció por momentos el escenario de una guerra civil. El domingo 8, un grupo indígena marchaba en el marco de las protestas contra el gobierno al sur de la ciudad, una zona de clase alta, y de pronto el caos se apoderó del lugar. Según voceros del Consejo Regional Indigena del Cauca, los residentes de los lujosos conjuntos cerrados comenzaron todo cuando los atacaron a bala al pasar por el lugar. Según los residentes, los miembros de la minga los encerraron, montaron retenes, requisaron víveres a nombre de su causa, invadieron propiedad privada y hasta quemaron camionetas de personas que tuvieron la mala suerte de quedar atrapados por las manifestaciones. Y algunos de ellos, cansados de los bloqueos que han desabastecido a la ciudad y de la inacción de la Policía, reaccionaron con violencia. Hubo detonaciones, machetes al aire, piedra de lado y lado y al final 10 indígenas resultaron heridos.
Mientras tanto, el presidente, Iván Duque, se negaba a ir a la ciudad, alegando que su presencia podía “distraer el trabajo de la Fuerza Pública”. Después de recibir fuertes críticas de políticos hasta de su propio partido, optó por ir en la madrugada en un vuelo furtivo. Estuvo tres horas en la ciudad, se reunió con el alcalde y con las demás autoridades y voló de vuelta a Bogotá antes de que saliera el sol. Sea como fuere, quedó la sensación de que el presidente había sucumbido al temor de poner la cara en Cali, lo que sonó como un pésimo mensaje para la ciudad.
El hecho fue apenas la expresión más reciente del grado de descontrol de una crisis social compleja que lleva ya dos semanas y no parece en camino de concluir pronto. Y sucedió en Cali, epicentro de las protestas, pero pudo pasar en casi cualquier rincón del país. En total, según la Central Unitaria de Trabajadores de Colombia, cerca de 500 municipios han tenido marchas y protestas. Eso es casi la mitad del país (lo cual también demuestra que no es un fenómeno exclusivamente de las ciudades).
Las protestas han producido ya 47 muertos, 278 heridos y 963 detenciones arbitrarias. Las manifestaciones empezaron contra una reforma tributaria que aumentaba el costo de servicios y bienes esenciales, pero el gobierno la retiró al cuarto día de protestas. Sin embargo, eso no frenó la ira de la calle. Las manifestaciones ya habían tomado impulso y ahora hacían reclamos sociales de vieja data exacerbados por una ola de desespero, inconformismo y descontento frente al gobierno. Ha habido claros casos de abuso policial, registrados gracias a las redes sociales, no suficientemente condenados por las autoridades, como también actos de oportunismo vandálico. Todo ello, sumado a un débil manejo político, creó una tormenta perfecta que amenaza la estabilidad política de Colombia y proyecta su ejemplo sobre otras partes del continente.
La covid-19 no solo ha matado gente, también ha acrecentado las necesidades de los colombianos. De los 2,4 millones de hogares que no pueden hacer tres comidas al día, 1,6 millones se lo deben a la pandemia, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). Cerca de 3,5 millones de personas cayeron en la pobreza. Colombia sufrió en 2020 una caída de 6,8 por ciento de su PIB, la mayor desde que existe registro. Y ese agregado disfraza otros impactos sobre su población más vulnerable, la que trabaja en sectores más informales, que tiene una probabilidad 10 veces más alta de contraer covid-19.
Justamente en Cali aumentó más la pobreza que en las demás ciudades. Ni que “los sitios de mayor concentración (Siloé y Puerto Resistencia) hayan sido los más empobrecidos. El estallido social que se vive ahora tiene mucho que ver con eso”, señaló Inge Valencia, jefe del Departamento de Estudios Sociales de la Universidad Icesi en Cali, a CONNECTAS.
Ante esto, el gobierno respondió con un enfoque militarista y poco autocrítico. Hasta el momento, no ha hecho un pronunciamiento para denunciar taxativamente los abusos policiales, a pesar de que, según la ONG Temblores, 39 de las 47 víctimas en el marco de las protestas habrían muerto a manos de la policía.
“El gobierno lo ha abordado como un problema de desobediencia civil, no como una problemática social. No ha llamado la atención de la Policía, sino que los ha alentado a controlar el desorden y establecer la calma. Esa es una aproximación muy peligrosa. Es un tipo de discurso suena más como el del país que teníamos en los años ochenta y noventa”, dijo Sandra Borda, autora del libro Parar para avanzar, (sobre las movilizaciones en Colombia de 2019), en un conversatorio del Canada Council for the Americas (CCA).
La violencia policial recibe justificadas críticas desde todos los colores del espectro político. Pero la forma como algunos participantes en las protestas las han convertido en hechos de vandalismo extremo solo complica las cosas. Según la Fiscalía, ataques como el experimentado por unos policías que casi murieron incinerados en su estación en Bogotá están relacionados con estructuras del narcotráfico y las guerrillas del ELN y disidencias de las Farc. También algunos han mencionado posibles injerencias de agentes internacionales interesados en desestabilizar al gobierno colombiano. El presidente ecuatoriano Lenin Moreno incluso aseguró que sus servicios de inteligencia habían detectado la participación del gobierno venezolano.
Pero nada de eso deslegitima las protestas, ni significa que detrás de las mismas esté la larga mano del crimen organizado. Como señaló Elizabeth Dickinson, analista para Colombia de International Crisis Group en el conversatorio del CCA, “por supuesto, las protestas favorecen a los grupos ilegales en sus intereses de consolidar su control tanto en zonas urbanas como en zonas rurales. Pero es muy diferente que se beneficien de que ellos sean la causa”.
A ese coctel explosivo se sumó la demora de Iván Duque en convocar un diálogo hasta 12 días después del comienzo de la protesta. Como dijo el analista político Gustavo Duncan a CONNECTAS, de ese modo el mandatario ha demostrado su falta de liderazgo. “Uno no ve a Duque avanzando en ese sentido. Más bien parecería estar dando pasos de ciego y esperando a que se agote el movimiento por sus propios medios”.
El caso colombiano tiene esas particularidades mencionadas, arraigadas en la presencia del narcotráfico y la guerrilla. Pero el escenario de bomba social puede tener, en opinión de Carlos Arroyabe, profesor de sociología de la Universidad El Bosque, “un efecto dominó en la región”. De hecho, “los problemas estructurales que causaron el paro son más o menos compartidos con otros países de América Latina”. Así pasó en 2019, cuando una ola de protestas se propagó por la región con características similares. Tanto en Chile como en Ecuador surgieron tras decisiones que golpeaban el bolsillo, pronto se tradujeron en demandas estructurales y finalmente se vieron reflejadas en las manifestaciones que atravesaron a Colombia en ese año, solo suspendidas cuando atacó la pandemia.
Y es que la situación, que ya era mala entonces, se ha agravado en todo el continente. Según proyecciones de la Cepal, 22 millones de personas cayeron a la pobreza en la región en 2020. En Brasil también se duplicó el hambre, como en Colombia. En Argentina la economía se contrajo casi 10 por ciento y la pobreza creció 7 puntos porcentuales. En Perú los cálculos de centros de investigación ponen esa cifra en 6 puntos.
Ante esta situación muchos ya han hablado de reformas tributarias. Jair Bolsonaro planeaba una en Brasil para el año pasado, pero decidió pararla por la covid-19. En México tienen claro ya que necesitan reestructurar su régimen tributario este año para cerrar el boquete fiscal. En Ecuador, el presidente electo Guillermo Lasso también anunció un reajuste impositivo. Todos, como Colombia, necesitan costear los gastos sociales de la pandemia sin incrementar la deuda pública. Pero el caso colombiano sienta un precedente importante para este tipo de propuestas: primero, que el momento no es propicio. Y segundo, que de hacerlo resulta irresponsable hacer recaer los nuevos impuestos sobre la población empobrecida y no sobre los verdaderos detentadores del capital.
En este escenario, no es claro cómo los gobiernos latinoamericanos van a conseguir el dinero que necesitan para salir del atolladero. Pero sí está claro que requerirán liderazgos políticos fuertes, capaces de crear consensos y discursos convincentes y de articular soluciones solidarias entre quienes tienen los recursos para resistir mejor el golpe.
En Colombia, por ejemplo, Bruce Mac Master, presidente de la Asociación Nacional de Empresarios de Colombia propuso que ellos podrían asumir una carga tributaria más alta para salir del impasse. “No toque a nadie más y nosotros estamos dispuestos a hacer el gran aporte solidario, ¡cóbrenos a nosotros!”, le pidió al presidente en una columna en El Tiempo. Ahora, es necesario un liderazgo político que traduzca a la realidad esas salidas creativas y las articule con las demandas de la población, sugiere Duncan.
Al momento de publicar esta nota, el gobierno se acababa de reunir con los principales líderes del paro, aunque sin llegar a acuerdo alguno. Pero el pliego de peticiones publicado sorprendió en la medida en que algunas de ellas estarían al alcance con solo tener voluntad política, cumplir la ley y respetar acuerdos anteriores. Otras, como la educación universitaria gratuita, van en la misma dirección de las políticas de gobierno. Este martes, de hecho, Duque anunció la gratuidad para estratos 1, 2 y 3, algo que, curiosamente, ya estaba en la propuesta de reforma tributaria. Y en otras hay una distancia considerable, como en cuanto a la reorganización de las Fuerzas Armadas. En todo caso, la mayor dificultad será de dónde saldrán los recursos para cumplir los posibles acuerdos, en un momento de estrechez histórica.
Sin embargo, pocos creen que, aún con acuerdos, las protestas terminen pronto. En efecto, como manifestó en una entrevista radial uno de los líderes populares presentes en la reunión, nada garantiza que la gente acate la orden de regresar a sus casas. El movimiento popular ha tomado su propio impulso y, como en tantas ocasiones en otros países, nadie sabe cómo ni cuándo llegará a su fin.