El domingo 11 de julio los cubanos tuvieron su día de furia. Aunque sorprendió, la protesta era previsible. “La tormenta perfecta” venía cuajando desde hace años y la pandemia dio la estocada para que en la isla estallaran de hastío.
Esa tarde, en cuestión de minutos, las redes sociales y los medios de comunicación comenzaron a mostrar imágenes hasta ese momento inimaginables. Todo comenzó en San Antonio de los Baños y se fue esparciendo por otras ciudades y pueblos. Con el paso de las horas las protestas se convirtieron en disturbios, y los manifestantes atacaron tiendas de víveres, se enfrentaron a palo y piedra con la Policía, quemaron un vehículo oficial, lanzaron arengas frente a las sedes del partido comunista y destruyeron imágenes de Fidel Castro. Miles de personas por primera vez habían perdido el miedo a expresarse libremente y a reclamar mejores condiciones de vida.
Sin duda la dimensión de las protestas, su carácter simbólico, supone un campanazo de alerta a un régimen acostumbrado desde hace más de 60 años al silencio sumiso de la mayoría de sus gobernados. Salvo las protestas de 1994 conocidas como “el maleconazo” (que solo ocurrieron en la capital), el gobierno cubano jamás había tenido que enfrentar una revuelta tan generalizada, impulsada a través de la redes sociales, las mismas que en tiempo real proyectaron sobre el mundo la crisis del régimen.
El gobierno de Miguel Díaz-Canel reaccionó casi inmediatamente. Como tratando de emular a sus antiguos jefes, acusó al gobierno de Estados Unidos de promover los desórdenes, llamó a las calles a los “comunistas” a defender la revolución y restringió la señal de internet. Pero en un ataque de pragmatismo, esa misma semana anunció que permitirá la importación de alimentos y medicinas sin aranceles a los viajeros que lleguen al país hasta el 31 de diciembre. Con esa señal, claramente insuficiente, pareció buscar apaciguar los ánimos.
“Hoy vivimos una tensa calma en las calles, pero la rabia sigue por dentro”, dijo a CONNECTAS Maribel, vecina de Matanzas, epicentro de la pandemia en Cuba. Ella tiene 23 años y salió con un puñado de amigos a protestar, con el teléfono móvil en la mano: “No confiamos en el Gobierno porque lo que ha hecho no ha servido para nada”, dijo. Preguntada por la represión y el miedo a que la golpearan o la retuvieran las autoridades, contestó: “Me da más miedo callar”.
Maribel y sus amigos personifican las grietas del mito de la Revolución Cubana. Hacen parte de una generación joven, súper conectada, que nació en el sistema represivo, pero no teme expresar lo que piensa. Una generación que, además, siente lejana la figura de los Castro, cada vez más desdibujados en el mapa del poder político del continente.
“Las nuevas generaciones en Cuba no le tienen la misma lealtad a la revolución ni a sus símbolos y mucho menos a sus discursos. Además, Fidel no existe y Raúl no está. Y el primero, especialmente, era el pegamento que mantenía estable al modelo para los más fervientes de la revolución y para los más tibios”, dijo a CONNECTAS Luis Sánchez, doctor en geografía y profesor de la Universidad de los Andes.
Sin embargo, Cuba tiene una innegable carga simbólica para la geopolítica en América, como muestran los mensajes y manifestaciones en ocasión de los hechos del 11 de julio.
Hasta la semana pasada, Washington no tenía a Cuba entre las prioridades de su política exterior, pero fue uno de los primeros gobiernos en reaccionar y desde entonces la isla generó una avalancha de declaraciones. En primer lugar, casi de inmediato Julie Chung, subsecretaria interina para Asuntos del Hemisferio Occidental, recalcó que los cubanos están “ejerciendo su derecho” a manifestarse. Luego, el presidente Joe Biden dijo que Estados Unidos podría ayudar a restablecer internet en la isla y que estaría dispuesto a enviar vacunas. Además, la Casa Blanca anunció que estudia revertir la restricción al envío de remesas y la disminución del personal diplomático a la isla, dos medidas impuestas por Donald Trump.
Esto último no cayó bien en la comunidad de origen cubano, que el fin de semana pasado se reunió frente a la embajada de La Habana en Washington, a pocas cuadras de la Casa Blanca, para exigir una acción más contundente en la isla. Incluso Francis Suárez, alcalde de Miami, sugirió en una entrevista para Fox News la necesidad de intervenir por las armas en la isla: “Lo que debería contemplarse en este momento es una coalición de posibles acciones militares en Cuba”, dijo el republicano.
Como era de esperarse Rusia, la contraparte en el ajedrez geopolítico, no tardó en responder: “Si en Washington realmente están preocupados por la situación humanitaria en Cuba y quieren ayudar a los cubanos simples, hay que comenzar (…) por derogar el bloqueo, rechazado desde el principio por toda la comunidad internacional”, declaró en un comunicado la diplomacia rusa.
La cancillería del Kremlin se refería al bloqueo económico que Estados Unidos impuso a Cuba desde 1962 con el objetivo, nunca conseguido, de tumbar al régimen. Una medida que indudablemente ha causado estragos en la población, pero se ha convertido en una muletilla para la izquierda en América Latina, que con ella justifica el pésimo desempeño económico del gobierno y explica las protestas populares. “Pero ese es un discurso de trinchera con el cual gobiernos como los de Bolivia, Venezuela y Nicaragua se han especializado para ignorar los cambios internos necesarios para el bienestar de la gente”, dijo a CONNECTAS Verónica Rocha, analista política boliviana. Según ella, con o sin estallido social en Cuba, la izquierda del continente seguirá romantizando la idea utópica de un país comunista: “Estoy segura de que la comunidad internacional de izquierda es la menos propensa a cuestionarse por lo que está pasando en estos momentos”.
Sus palabras quedaron demostradas con la seguidilla de declaraciones de líderes y gobiernos de la región casi copiadas unas de otras. Desde el presidente de Argentina, Alberto Fernández, que se limitó a rechazar el embargo, hasta el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, que declaró que “se debería suspender el bloqueo (…) como lo está solicitando la mayoría de los países del mundo”.
En países como Chile, que acaba de definir las primarias presidenciales, el tema Cuba produjo fisuras en la izquierda evidenciadas en un debate televisado la semana pasada. Ambos candidatos, Gabriel Boric y Daniel Jadue, fueron consultados por lo ocurrido en la isla. “Hasta el día de hoy no he escuchado de ningún globo ocular roto en Cuba”, dijo Jadue. En respuesta, el candidato del Frente Amplio —ganador en las elecciones del domingo— sostuvo que “para la izquierda chilena ha sido difícil tener un solo estándar en las violaciones a los derechos humanos”.
Por su lado, el principal líder de la izquierda en Brasil y posiblemente en América Latina, Luis Ignacio Lula da Silva, trató de restarle importancia al asunto. “¿Lo que sucede en Cuba es tan especial para que se hable tanto? Hubo una manifestación. Incluso vi al presidente de Cuba en la marcha, hablando con la gente”, dijo en una entrevista en la radio Bandeirantes. Pero también aprovechó para repetir la consigna sobre el bloqueo: “Cuba ya ha sufrido 60 años de bloqueo económico de Estados Unidos, más aún con la pandemia. Es inhumano”.
Y hubo casos que se convierten más en una ofensa que en una declaración de alta diplomacia. Como el de Venezuela, donde el diputado Diosdado Cabello dijo no entender tanta alharaca si los cubanos en realidad estaban celebrando la Eurocopa y la Copa América.
Pero es claro que el estallido social en Cuba puso a temblar las bases simbólicas de los partidos de extrema izquierda en América Latina, que vieron en el mismo una imagen revertida, como en un espejo, de lo que sucede en sus países. Muchos se estarán preguntando cómo justificar que el pedestal de su paraíso socialista también presenta grietas, como los regímenes del resto del continente. Solo una cosa es segura: Cuba seguirá instrumentalizada por unos y otros para defender sus consignas.