Mauricio Builes/CONNECTAS*

Los colombianos dormimos poco por estos días. Tristemente ya nos habíamos acostumbrado a las sirenas de las ambulancias con pacientes de covid, pero el jueves llegaron los gritos, el sonido de los vidrios rotos, las explosiones, las ráfagas y los disparos. Un caos generado por una decisión política parece empujar al país a un rumbo oscuro y sin salida.

A pesar de que vivo en las afueras de Medellín, el eco del caos retumba en mis cuatro paredes. Hay problemas de abastecimiento de alimentos y medicinas en mi pueblo por culpa de los bloqueos en las carreteras. Y cada hora me llegan los videos de policías que reprimen con fuerza brutal a los manifestantes, los audios de las mamás que preguntan por hijos que salieron a marchar y las fotos en blanco y negro de los muertos que van aumentando como si se tratara de un cuenta gotas de sangre. Es difícil conciliar el sueño.

¿Cómo entender que en el peor pico de la pandemia haya surgido semejante revuelta? En una primera lectura -y ligera si se quiere-, podríamos decir que todo comenzó por una reforma tributaria anunciada torpemente por el gobierno de Iván Duque en los mismos días en los que salían las nuevas cifras de pobreza en Colombia: 42,3 por ciento de la población es pobre y 7,2 millones de personas están en la pobreza extrema. Con ese último dato recordé el trapo rojo que ondeaban en las ventanas de algunas familias como símbolo del hambre en medio de la pandemia el año pasado: “Es como si toda la población de Paraguay tuviera que sacar el trapo”, pensé.

Analistas económicos, políticos de la oposición y hasta los mismos copartidarios del presidente coinciden en la necesidad de una reforma para recaudar fondos. Pero la presentada al Congreso resultaba inoportuna y descarada: “¿Cómo es posible que propongan gravar productos de la canasta familiar o los servicios funerarios en plena pandemia?”, preguntaban algunos.

El gobierno retiró la reforma tras cuatro días de marchas, tachonadas de actos de vandalismo extremo en varias ciudades. Pero en realidad esos movimientos representaban el renacer de una llama que nunca se apagó. En su manifestación más reciente, la pandemia apaciguó las protestas de 2019. Ese año las calles reclamaban por la implementación efectiva del acuerdo de paz firmado con la guerrilla de las Farc en 2016. El lema era otro: parar las masacres, el asesinato de líderes sociales y el desplazamiento forzado de personas. Un lema aprendido por cansancio después de más de medio siglo de guerra interna.

Hace una semana Ricardo Silva Romero, escritor y columnista bogotano, nos hacía un recordatorio amargo en la prensa: “Colombia es, según la ONU, el lugar más peligroso de América Latina para los defensores de los derechos humanos. Es, según Global Witness, el sitio de la Tierra en el que más matan a los líderes ambientales (…) Es, según diferentes índices mundiales, uno de los países más machistas y más desiguales y más violentos para los trabajadores: 3.240 sindicalistas fueron asesinados de 1973 a 2018”. Las cifras no dan tregua en este país.

El lunes manejé hasta Medellín para abastecerme de alimentos y en el camino de regreso unos manifestantes me bloquearon el paso. Apagué el carro y me bajé para conversar con una de las mujeres que gritaba consignas y trataba de subirse al capó de un camión. Le pregunté por qué lo hacía y me mostró un cartel: “Malditos soldados que levantan su arma contra el pueblo”, decía. Las otras personas que la rodeaban me parecieron tan jóvenes como ella, dudo que superaran los 20 años. Estudiantes de último grado de colegio o de primeros semestres de universidad, encerrados por más de un año para interactuar casi exclusivamente con una pantalla gris.

Si les hubiera preguntado por detalles de la reforma tributaria me hubieran contestado con frases aprendidas o lugares comunes repetidas de manifestación en manifestación. Pero eso no deslegitima su furia ni sus razones para protestar. A diferencia de lo ocurrido en otras décadas en Colombia, cuando la guerra parecía casi ficción porque pasaba en pueblos remotos, ahora se nos presentaba como una realidad transmitida en vivo y en directo por una generación que nació con los teléfonos celulares en las manos.

La ONG Temblores ha documentado 940 casos de violencia policial y la Defensoría del Pueblo habla de 89 desaparecidos. La ONU, cuyos representantes fueron atacados la noche del lunes en Cali, condenó el uso excesivo de la fuerza.  Marta Hurtado, portavoz en Ginebra para los Derechos Humanos, dijo: “Estamos profundamente alarmados por los acontecimientos ocurridos en la ciudad de Cali en Colombia la pasada noche, cuando La Policía abrió fuego contra los manifestantes que protestaban contra la reforma tributaria, matando e hiriendo a varias personas, según la información recibida”. La cifra oficial habla de 24 muertos y a algunos de ellos los hemos visto morir en directo por Facebook, Twitter o Instagram. La indignación se convirtió en un estado permanente.

La brutalidad policial es un común denominador en varios países de la región. Pero en Colombia la Policía responde al Ministerio de Defensa y su capacitación, lenguaje y objetivos están permeados de un contexto de conflicto armado contra un enemigo histórico: las guerrillas marxistas. Con la firma del acuerdo de paz, dicho enemigo ha ido perdiendo protagonismo, pero algunos miembros de la Fuerza Pública se comportan como si los manifestantes en las calles fueran el propio Vietcong.

Eso se agrava con las declaraciones de varios líderes políticos que aprovechan la confusión para posicionar un discurso de plomo, como si no fuera suficiente con el que ya nos hemos tragado en tantos años: “Apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”, dijo la semana pasada Álvaro Uribe, expresidente y máximo líder del partido del Gobierno. Así repetía una de las fórmulas preferidas por la clase política colombiana para eliminar al que piensa diferente: estigmatizarlo.

No muy lejos del discurso de odio de Uribe, algunos sectores de la izquierda le hacen el eco: “#DuqueAsesino el mundo te está viendo y no en “Prevención y Acción” (el programa de televisión del Presidente que se emite todos los días). Circulan miles de videos donde se muestra la atrocidad de la Fuerza Pública asesinando civiles desarmados por órdenes de Uribe. Terminarás en la CPI (Corte Penal Internacional) por asesino”, dijo por Twitter el senador Gustavo Bolívar, uno de los escuderos de Gustavo Petro, líder de la oposición.

El caos es generalizado y la sensación de catástrofe parece invadir las calles y las redes sociales y todos los rincones de la vida de las personas. Me pasó también en un salón de clase virtual esta semana. Varios de mis alumnos de una universidad privada de Medellín tenían como fondo de su transmisión por Zoom la bandera de Colombia y una frase que decía “Estoy en clase mientras nos asesinan”. Una estudiante por chat interno me dijo: “Profe, imposible dar una clase de Lectura Analítica sin analizar lo que está ocurriendo en este país”.

Le hice caso y dediqué casi dos horas a escucharlos. Hicieron una catarsis en la que varios lloraron y temblaron mientras hablaban. Sentí en ellos una combinación de tristeza por los muertos, confusión por una realidad que los desborda y furia ante una clase política con la que no se identifican.

Al final, sintieron alivio por el desahogo, pero parecían seguir en el trance de un duelo colectivo. Un duelo que seguramente se repite a esta hora en muchas otras partes de Colombia con una sola consigna: no nos sigamos matando.

 

* Miembro de la Mesa Editorial de CONNECTAS. Comunicador Social – Periodista especializado en Estudios Políticos nacido en Medellín, Colombia, donde fue corresponsal para la Revista Semana. También trabajó como editor de los portales VerdadAbierta.com y Pacifista.co. Fue, además, Jefe de Comunicaciones y Prensa del Centro Nacional de Memoria Histórica y del Museo de la Memoria Histórica de Colombia. También ha sido docente de periodismo en varias universidades de Medellín y Bogotá.