Cortesía de CONNECTAS/ Mauricio Sáenz
La defensa contra el autoritarismo, la lucha contra la corrupción y el respeto de los derechos humanos. Con esos tres pilares en mente el presidente estadounidense, Joe Biden, celebró la semana pasada la Cumbre de las Democracias, con representantes de 110 gobiernos acompañados de periodistas, dirigentes empresariales y activistas de varios campos. Culminaba así un año en el que tristemente diversas enfermedades postraron en cama, prácticamente en el mundo entero, a ese sistema de gobierno.
La reunión resultó un evento insuficiente y tardío, pero sobre todo extraño. En efecto, la lista de invitados incluyó algunos muy poco presentables mientras dejaba por fuera otros que se creían con méritos para estar allí, todo lo cual daba la impresión de que se trataba en realidad de una cumbre de los intereses estratégicos de Washington. Por eso, al terminar sin compromisos concretos, el evento solo demostró que el concepto mismo de democracia se diluye cada día más y que hasta Estados Unidos, otrora su faro universal, tiene que luchar para defenderla en su propio territorio.
Esto último tiene una especial trascendencia en América Latina, que también cerró un año marcado por el retroceso democrático tanto en los gobiernos como en las preferencias populares por políticos desdeñosos del sistema.
Como en todo, hay diferentes grados de irrespeto. En el más alto están, además por supuesto de Cuba, sus aliados Nicaragua y Venezuela, cuyos presidentes cruzaron los límites y se confirmaron como dictadores. En efecto, Daniel Ortega no tuvo inconveniente en apresar a sus contendores para ganar, el 7 de noviembre, su tercer período y abrir la posibilidad de completar 15 años ininterrumpidos en el poder. Nicolás Maduro renovó sus mayorías el 21 del mismo mes, en unas elecciones regionales llenas de irregularidades, como tantas veces desde que asumió en reemplazo de Hugo Chávez.
Otros no han dado el paso, pero se muestran muy proclives a hacerlo. En el otro extremo político, el salvadoreño Nayib Bukele, quien con sorna se reconoce como el “dictador más ‘cool’ del mundo”, parece dispuesto a todo. Este año siguió por el camino que comenzó, al principio de su mandato, al tomarse el Congreso con militares armados. Mantiene una alta popularidad gracias, entre otras cosas, a una poderosa red de comunicaciones que le hacen el juego mientras él acorrala medios críticos. Y ordenó a sus jueces de bolsillo anular en septiembre la norma constitucional que prohibía la reelección consecutiva, lo que le permitiría al presidente ‘millenial’ abrirse paso hacia perpetuarse en el poder.
En esa misma orilla, el brasileño Jair Bolsonaro no tuvo inconveniente en lanzar a sus fanáticos contra diputados y jueces para evitar que lo enjuiciaran por los muertos causados por su inacción ante la pandemia. Además, hace un par de meses confirmó que no estaría dispuesto a respetar una derrota suya en las próximas elecciones. Una actitud que hace presagiar lo peor, dada la nostalgia del mandatario por las dictaduras militares de los años setenta.
Otros comienzan a mostrar visos autocráticos, aunque en formas más incipientes o veladas. En México, el presidente Andrés Manuel López Obrador convocó una consulta para enjuiciar por corrupción a sus antecesores, como si el poder judicial funcionara por referendo. La jugada no le salió bien porque votó menos del 40 por ciento requerido, pero confirmó su tendencia a recurrir a los golpes de opinión. Eso, unido a sus constantes ataques a la prensa crítica; a la centralidad que le otorga al Ejército en su Gobierno y sus arremetidas contra el Instituto Nacional Electoral, constituye un coctel preocupante.
Por su parte, el boliviano Luis Arce aprovecha la maleabilidad de un sistema judicial proclive a seguir las directrices del Ejecutivo para mantener en prisión a la diputada Jeanine Áñez, quien asumió la presidencia como última opción constitucional luego de la turbulenta salida del poder de Evo Morales. El papel de Áñez en el episodio resultó controvertido, pero las características de su detención indefinida le dan visos de venganza judicial, más digna de un dictador que de un mandatario democrático.
En Colombia Iván Duque ha concentrado en su cabeza influencias que atentan contra la separación de los poderes, mientras reprime con fuerza excesiva la protesta social. Paulatinamente, y “como sin querer queriendo”, se ha rodeado de funcionarios cercanos a él en organismos como la Fiscalía General, la Procuraduría, la Defensoría del Pueblo y la Contraloría. Mientras tanto, no ahorra críticas descalificadoras contra el Poder Judicial, como cuando un juez ordenó detener en su domicilio a su mentor, el expresidente Álvaro Uribe. Últimamente tuvo que descalificar, ante el escándalo desatado, un artículo del proyecto de ley anticorrupción que amordazaba a la prensa, propuesto por su propio partido.
Los peruanos tampoco se salvan, pues su presidente Pedro Castillo ya anda proclamando la necesidad de convocar una asamblea constituyente, la medida clásica para quedarse en el poder. Algo que también se propone hacer la nueva presidenta de Honduras, Xiomara Castro, quien concluyó su discurso triunfal con un “¡Hasta la victoria siempre!”, frase emblemática de la revolución cubana, no propiamente un ejemplo de democracia representativa.
Por si fuera poco, el año que pronto comienza también presenta un panorama preocupante. Los chilenos elegirán el domingo entre un ultraderechista como José Antonio Kast y un dirigente estudiantil de izquierda como Gabriel Boric, que van cabeza a cabeza en las encuestas. Nada garantiza que Kast gane, pero a esta hora resuenan sus palabras cuando dijo en un debate que “Pinochet habría votado por mí”. Propuso abrir una zanja para evitar el paso de los migrantes y ofrece mano dura en el conflicto con los indígenas mapuches. En nada ayuda que su abuelo alemán, Michael Kast, llegó a Chile huyendo de sus antecedentes de nazismo tras la segunda guerra mundial. Para aumentar la incertidumbre, el próximo presidente de Chile lidiará con las conclusiones de la Asamblea Constituyente, que podría decidir sacarlo del poder por la vía de la interinidad.
Por otro lado Colombia tendrá elecciones presidenciales en mayo. Allí Gustavo Petro, un candidato de izquierda, preocupa a muchos por sus antecedentes como alcalde de Bogotá, cuando respondió a acciones judiciales en su contra convocando a sus seguidores a la plaza de Bolívar, en abierto desafío a las instituciones. Petro ha jugado en varias oportunidades con la idea de convocar una asamblea constituyente “si el congreso no hace las reformas necesarias”, aunque también ha asegurado que no dará ese paso.
¿Y qué hay detrás?
Con esos antecedentes, no hay duda de que 2022 estará marcado por esa marea autoritarista. Detrás de este crecimiento antidemocrático hay causas múltiples y múltiples circunstancias.
Una de ellas proviene de Estados Unidos, autodefinido como el promotor universal de la democracia, pero hoy atravesado por el empeño de muchos líderes republicanos por desconocer las elecciones de 2019 y en reinstalar en el poder, a como dé lugar, a Donald Trump. Ese triste espectáculo solo significa una cosa: hoy en día todo vale para mantenerse en el poder, y el enemigo no son la corrupción, la desigualdad o el autoritarismo, sino la propia democracia. En este escenario, los dirigentes de la oposición, la prensa independiente, las organizaciones no gubernamentales y, en fin, los sistemas de pesos y contrapesos son solo obstáculos a los que hay que eliminar por cualquier medio.
Pero ni Trump es impopular, ni lo son muchos de sus ocasionales ‘pupilos’ latinoamericanos de ambos extremos políticos. Ninguno de esos personajes autoritarios podría llegar al poder de no mediar una profunda desilusión popular por una democracia que a lo largo de todos estos años ha incumplido sus promesas.
Como dijo a CONNECTAS el politólogo Andrés Malamud, profesor de la universidad de Lisboa, en América Latina “la democracia aparece amenazada desde dos flancos: la utopía populista y la distopía tecnocrática. La utopía populista tiene poca tracción: aunque elogien a Chávez, nadie quiere ser Venezuela. Y la distopía tecnocrática tiene poca viabilidad: para ser China hay que tener su desarrollo tecnológico y su disciplina social. Aparece entonces una tercera amenaza a la democracia: su propio fracaso para ofrecer bienestar”. Una democracia, en efecto, asociada a la desconfianza por los partidos políticos y a un capitalismo excluyente que deja por fuera de cualquier amago de progreso a una inmensa mayoría de la población. Un sistema viciado por funcionarios corruptos cuyas acciones venales restan muchos puntos porcentuales al desempeño económico de sus países. Y una ciudadanía aterrada con la inseguridad que amenaza en cualquier esquina.
Además, esa desilusión resultó impulsada por la pandemia, que expuso esa fea cara de los gobiernos latinoamericanos. El mayor desastre sanitario del mundo en los últimos cien años significó para el subcontinente un retroceso económico enorme, a tiempo que puso de presente la inoperancia de los sistemas de salud pública y las redes de seguridad social. Lo que es peor, mostró que la corrupción no respeta ni siquiera la vida de las personas, como en el tema del acceso diferencial a las vacunas.
Esa suma de desastres plantea el escenario perfecto para los políticos iliberales y autoritarios, que ofrecen dejar atrás los procesos democráticos, usualmente lentos en el mejor de los casos, y solucionar los problemas mediante fórmulas mágicas.
Los gobernantes de esa línea aplican procedimientos que parecen sacados de un manual, como suele decir Kevin Casas-Zamora, presidente del Instituto para la Democracia y la Asistencia Electoral (Idea Internacional). Llegan al poder mediante elecciones legítimas que ganan con un discurso mesiánico y una vez consolidados en su silla, aprovechan su popularidad para plantear una refundación que les permita, cómo no, permanecer en el poder el tiempo ‘suficiente’ para terminar su tarea. Tras su primera reelección no les queda nada difícil capturar los demás poderes para perpetuar su modelo por sí o por interpuesta persona.
Un juego más grande
No hay que olvidar que el autoritarismo en el subcontinente no es nada nuevo, pues ha acompañado a estas repúblicas prácticamente desde la independencia. Sin embargo, hacia finales del siglo XX América Latina parecía haber dejado atrás esas tradiciones caudillistas y solo Cuba permanecía bajo un régimen abiertamente antidemocrático. Desde 1999 comenzó en forma esta nueva tendencia, inaugurada por Hugo Chávez y seguida en su momento por presidentes como Rafael Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia, que se las arreglaron para reelegirse varias veces a punta de manipular las instituciones.
Pero hay un factor que hace más preocupante esta nueva ola: la presencia de nuevos actores movidos por sus propias agendas. No es una casualidad que la tendencia reapareciera al tiempo con el resurgimiento de China y Rusia. En efecto, la llegada al poder de Vladimir Putin en Moscú y Xi Jinping en Beijing puso en entredicho la hegemonía unipolar proclamada por Estados Unidos al terminar la Guerra Fría. En medio de cierta indiferencia de varios inquilinos de la Casa Blanca, esos dirigentes se han dedicado en los últimos años a pulir una presencia creciente en su propio hemisferio. Beijing y Moscú, a la par de sus negocios legítimos con varios gobiernos, son hoy en parte responsables de la supervivencia de los dirigentes latinoamericanos menos comprometidos con la democracia. Por supuesto, no hacen preguntas incómodas sobre derechos humanos o libertades democráticas a la hora de repartir sus beneficios.
China, que solo puede cultivar en el 13 por ciento de su territorio, tiene la urgente necesidad de asegurar la alimentación de 1.380 millones de habitantes. Eso convierte a ese país en un mercado enorme de exportación, pero también en una amenaza. En las últimas dos décadas Beijing irrigó a América Latina con inversiones directas en infraestructura y energía, así como con créditos blandos que, en el caso de Venezuela, han mantenido a flote al Gobierno de Nicolás Maduro. El comercio bilateral también ha crecido, al punto de que Uruguay, Brasil, Chile, Perú y Cuba tienen el chino como su mercado más importante de exportación. Ese país además busca jugar un papel importante en la implementación de la tecnología 5G en Latinoamérica.
Por otro lado, para varios países del área China se convirtió en el mayor proveedor de vacunas contra el coronavirus. Brasil, por ejemplo, aplicó la marca china Coronavac a alrededor del 70 por ciento de las utilizadas hasta ahora. Y por otro lado varios gobiernos, como los de Bolivia, Ecuador y Chile, ya han suscrito cartas de intención para participar en la “Nueva ruta de la seda”, un plan estratégico de infraestructura y comercio proclamado en 2013 por Xi con la mira en alcanzar para ese país una presencia global.
Putin, por su parte, tiene una aproximación más política que económica. Como ha dejado en claro desde que asumió el poder en 2000, el presidente ruso busca recuperar el peso de la antigua Unión Soviética. Ese resurgir, cargado de odio contra la condescendencia de Estados Unidos tras el final de la Guerra Fría, tuvo por supuesto un cálido recibimiento entre los gobiernos de la izquierda latinoamericana, particularmente los principales miembros del Alba, Venezuela, Cuba y Nicaragua. Ya no los unían con Moscú posturas ideológicas, pero sí la animadversión por Washington.
Como sostiene el profesor Vladimir Roubinski en una entrevista con la revista Nueva Sociedad, los aviones y buques rusos comenzaron a aparecer en el hemisferio desde 2008, tras el apoyo de Washington a Georgia frente a la invasión rusa a ese país. Eso se explica porque Putin considera que la influencia inaceptable que Estados Unidos trata de ejercer en sus antiguos territorios le permite, recíprocamente, hacer presencia en su ‘patio trasero’. Según esa postura, si Estados Unidos influye activamente en Ucrania, Rusia tiene todo el derecho de rechazar las sanciones a Daniel Ortega o de armar a Nicolás Maduro, siempre en nombre de la no injerencia en los asuntos internos de los países.
Detrás de todo ello está una política asertiva de rechazo a los valores occidentales. En una columna en el diario moscovita Kommersant, el ministro ruso de relaciones exteriores, Serguei Lavrov, rechazó en junio las recriminaciones recibidas en la Cumbre del G-7 en Ginebra, y resumió la posición del Kremlin: “Hay más de una civilización en el mundo (…) Rusia, China y otras potencias tienen su propia historia milenaria, sus propias tradiciones, sus propios valores, su propia manera de vivir (…) es tiempo de abandonar la posición de superioridad moral”.
China es igualmente asertiva. Por eso respondió a la reunión de Biden de la semana pasada con un ‘libro blanco’ y con su propia cumbre para demostrar que “su democracia” provee a su población de un bienestar inalcanzable para la que la que defiende Estados Unidos, aunque no siga los mismos procedimientos. En el volumen, afirma que “no existe un modelo fijo de democracia”.
Esas justificaciones no hacen olvidar realidades como la represión social y el asesinato de opositores y periodistas en Moscú, o el genocidio de los uigures en Sinkiang. Porque detrás de su retórica, Rusia y China oponen a la democracia un proyecto dictatorial, autoritario y de partido único, algo que rima muy bien con las aspiraciones de los caudillismos latinoamericanos, pero debería decir algo a los gobernantes verdaderamente democráticos.
Como afirmó recientemente un editorialista de El País, de Madrid, en esta especie de nueva guerra fría no se enfrentan entre sí gobiernos capitalistas y comunistas, sino demócratas y autoritarios. Si bien los países latinoamericanos no aparecen en las prioridades de esa competencia mundial, todo lo que suceda en ese campo afectará a la región en 2022.