SANTO DOMINGO, República Dominicana.- Las rodillas no la aguantaron más. Le temblaron rápido y por sólo unos segundos y cayó, agobiada por la candela en el cielo y los empellones, a la candela bajo sus pies, en medio del bochinche y las ‘mentadas de madre’ que se repartían como las fundas rojas en la carpa.

De inmediato la llevan fuera de la fila para buscar atención médica y aún más rápido cuatro personas ocupan su espacio.

“¡Le bajó la presión a la doña!”, grita un muchacho flaco, en camisilla blanca, que la remolca como puede hasta llegar a una de las ambulancias.

Las fundas coloradas y el hambre se extendían desde la entrada de la antigua casa en la que vivía el extinto líder del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC), Joaquín Balaguer, hasta la César Nicolás Penson, y cogían la calle pa’bajo, dejando tras de sí el halo de la miseria de un pollo a cambio de un voto (quizás, si no lo cogen, matan las plegarias de las tripas, para luego abstenerse, si no lo echan por el lado morado, o peor…).

Una muchacha de no más de 11 años, en chancletas y con las rodillas cenizas, se acerca a un señor alto y moreno, entrado en carnes y le pide unos cuantos pesos para cortar el ayuno forzado del día con chicharrón y yuca promocionado a gritos por un hombre que espanta las moscas con una toalla curtida.

La niña se aleja moviendo una cola mal ajustada, de largos cabellos castaños y se pega al vendedor para preguntar cuanto tiene que conseguir para comer. Le responde con una voz tragada por los gritos de la gente que pelea por una funda del color de las mejillas de Ramón Rogelio Genao, que sigue repartiendo sin perder la sonrisa, pese a las palabrotas, los empujones y el grajo que emana de la fila convertida en óvalo.

La pared de la vivienda y de la Nunciatura apostólica, se convierte en sombrilla y espaldar para hombres, mujeres, niños, ancianos y personas discapacitadas descansen o “sala de espera”, mientras aguardan que sus familiares o amigos salgan victoriosos del tumulto con una funda en las manos.

La distribución de canastas fue organizada por la Fundación Joaquín Balaguer y el Partido Reformista Social Cristiano (PRSC), para repartir 50 mil canastas, a un costo superior a los 50 millones de pesos a partir de las siete de la mañana de este martes.

Arroz, pica-pica, tayota y otros comestibles se acomodan como pueden dentro de una de las bolsas que lleva un hombre, dos en una mano y una en la otra.

“Yo vine a las 6 de la mañana desde el Capotillo y me sacán’ de la fila”, critica una mujer, despeinada, con dientes teñidos por el cigarrillo, el café o el tiempo y vello en la barbilla, que pide ayuda para obtener una de las bolsas, caminando hacia la carpa-tarima, en la que un letrero grita "55 Años Trabajando para los Pobres", seguido de un "¡Feliz Navidad!". A su lado, una valla con la imagen del líder reformista: "Balaguer vive! En el corazón del pueblo".

Una joven se acoteja el pantalón corto, sacudiendo las piernas para subirlo y trepa el cerco, escurriéndose por detrás de la seguridad y colarse en la fila, mientras que otra le grita “babosa y muerta de hambre”, sin que la ‘trepadora’ le preste atención.

Un agente la para en seco y la devuelve fuera del cerco cuando escucha los improperios de la señora de afuera y ve a la joven acercarse al torbellino de trompadas y cocotazos en el principio de la fila.

Genao y los demás siguen repartiendo las fundas a los balagueristas, aún sonriente. A lo lejos, una joven embarazada lo mira y se toca el vientre antes de marcharse. Ese lío no le conviene.

“Balaguerista hasta el hueso”

Debajo del furgón, la masa de gente echa la espalda en el concreto negro y oscurecido por la sombra que se proyecta y que ahora sirve como refugio (y de atajo para colarse en la fila). Una mujer con el cabello corto y rojizo hasta la mitad de las hebras se mete entre las piernas de un agente del ejército y reclama un espacio en la sombra.

“Mira cómo está la ciudadanía”, dice el oficial señalando hacia la parte inferior del furgón. “Mira… ¡ve! Esa es la ciudadanía”, critica sin soltar su fusil, mientras que un miembro de la Policía Nacional le pasa por el frente y pone en un lugar seguro una de las fundas coloradas.

Detrás del camión, una cadena humana de cuerpos pegados, casi harapientos, sudorosos y brillosos se extiende por la acera hasta llegar a la avenida Bolívar, en donde oficiales de la Policía filtran con una malla antimotines los cuerpos (jóvenes, mayores y viejos) que van a reclamar sus años de reformismo/balaguerista incansable.

“Yo era balaguerista hasta que murió… hasta el hueso. Mi primer voto fue por Balaguer. Pero, ya se murió. Ya no soy de nadie”, cuenta una señora menudita con un pañuelo gris en la cabeza y con el truño puesto y los brazos cruzados. “Pero ya no es lo mismo”, agrega mirando la fila y los empujones que se reparten a mansalva. “Yo no me meto en eso paquete’. Vine a ver si me daban una funda, pero yo no me voy a meter en ese molote”, comenta, sonriente, mostrando una dentadura maltratada.

Detrás de ella, cuatro agentes de la Policía cruzan, fundas en mano, por el jardín de la vivienda donde ahora opera la Liga Contra el Cáncer, hasta desaparecer en el fondo de la propiedad. Un militar hace una pausa en el trayecto que les sigue a los agentes y se seca con una toalla el sudor.

“Vea cómo es que está el mundo… como e’ que el mundo ta’. El mundo se ta’ acando”, dice después de ver a los agentes escaparse con las bolsas rojas, de a dos, tres y cuatro por manos. “Yo no creo que es por hambre”, refiere ahora volviendo hacia el grupo que no deja de empujar para entrar a la carpa. “Yo le veo a todo el mundo la barriga, todo gordos”, subraya antes de dar recomendaciones sobre la organización de la repartición.

“Se acabó”

Una mujer suelta una primera trompada que explota en la cara de su rival, antes de echarse de pecho sobre la otra, “atetándola” contra el furgón, en medio de los familiares de la agraviada, quienes intentan separarlas halando la agresora por el cabello, entre gritos y malas palabras.

La Policía entra en acción, resignada y acostumbrada a los toma-que-lleva que se han repartido desde las primeras horas de la mañana.

“No te apure, tú oye… te epero por allá”, le grita la agresora, mientras que la fila avanza empujada por el tumulto formado tras la pelea. Un limpiabotas levanta la caja para evitar que lo dejen sin los materiales para trabajar, al intenta entrar, partiendo brazos.

“Pa’ pasar por ahí es el diablo”, grita un joven que pasa raudo entre la gente, con una funda blanca en la mano (telera y otros comestibles que no llegarán a la nochebuena). Otro policía se “liquida” con un saco y se aleja de la multitud por dentro de la casa hasta desaparecer en el fondo.

“Agua, agua, agua”, grita un vendedor que atrae la atención de una mujer que saca de sus senos el dinero para adquirir el preciado líquido.

Los policías y militares empiezan a desalojar a los pedigüeños. Una chica se sienta en el muro que divide los carriles de la Máximo Gómez para observar el desalojo.

“Mira la necesidad que hay. ¡E' muriéndono de hambre que tamo!”, grita, abriendo los brazos.

En la carpa, la repartición se cierra de golpe. Genao levanta una mano, sonriente, y la agita despidiéndose de sus ‘compañeros’, las mejillas aún coloradas, antes de desaparecer por la puerta que da al jardín de la casa.

“Se acabó”, grita un militar frente a la carpa para informarle a la gente – que no se lo termina de creer – que la repartición ha finalizado, rayando las 11:25 de la mañana, dejando a personas ciegas y en sillas de rueda con las manos extendidas.

Los agentes recogen lo último de las fundas (vino tinto, fundas de arroz, tayota y enlatados) y se marchan para poner a salvo el botín.

“Se acabó”, vuelve a repetir el oficial moviendo los brazos de un lado a otro para reiterar que la repartición ha concluido.

Una chica de 17 años se sienta en el contén frente a la vivienda del extinto líder del PRSC y de un bulto saca fórmula para alimentar la criatura que tiene en brazos.

“No me dién na’”, dice, con los ojos enrojecidos y la piel curtida por el Sol. “Toy aquí desde las ocho de la mañana. “Mira como yo toy, to’ etropiá”, comenta, sin despegar la mamila de los labios del niño de apenas un mes.

Frente a ella, la fila se mantiene inmutable, ajena aún al cese de la caridad reformista, en honor a su líder indiscutible”. Nadie se les acerca para informarles que su hambre y la necesidad tendrán que esperar la próxima navidad.