En 1941, Trujillo declaró la guerra a Alemania. Fue su forma grandilocuente de solidarizarse con los norteamericanos. Se cuenta que, enterado Hitler de la bravata, se acercó a un gigantesco mapamundi que colgaba en una de las paredes de su oficina, intentando buscar la Republica Dominicana. No la pudo encontrar. Un asistente señaló una mosca posada en el mapa, y dijo: “debajo de la mosca esta la isla”. El Fürher sonrió, y continúo despachando. Esa teatral declaración de guerra fue auténtica. Lo del mapa, anecdótico. Ni el megalómano dominicano mandó tropas, ni el alto mando alemán le hizo caso.
Pero la retorcida psique del tirano ya admiraba e imitaba al genocida alemán queriendo ser como él. Comenzó a vestirse – en este clima húmedo y caliente – con un sobretodo idéntico al de Hitler, ordenando uniformarse con cascos alemanes a las tropas de la Aviación Militar Dominicana. ¡Regio episodio del patético surrealismo trujillista!
En mi juventud, conocí a un señor que, siendo enano, no quería serlo. Para su mayor tortura se llamaba Máximo. Si el sastre, al terminar de tomarle las medidas, le solicitaba una cantidad de tela igual a la que solía utilizar para confeccionar trajes de niño, Don Máximo, ofendido, iba y compraba las yardas necesarias para el traje de un hombre de buen tamaño. Su caballo era el más grande y hermoso de la comarca. Creyéndose con traje de caballero y alto en la montura, se le veía contento, satisfecho de su propio engaño.
Estos dos personajes, empeñados en aparentar lo que no eran, surgieron en mi pensamiento de forma espontánea. Fue al leer el rechazo del TC a la sentencia del CIDH, y su posterior decisión de darle una patada por el trasero al respetado organismo internacional. En un principio, no entendí la similitud, pero ahora creo haber encontrado la concordancia en tan singular asociación.
El denominador común del TC con los personajes de este artículo está en la posibilidad de que todos pudieron haber sido víctimas de fantasías de autocomplacencia. Quienes viven dentro de micro-mundos diseñados para nutrir egolatrías y compensar insatisfacciones, difícilmente toman en cuenta al resto del mundo, mucho menos se detienen a medir las consecuencias de sus actuaciones, ni el pensar de los demás. Pierden el sentido del ridículo. Elevados en una supuesta superioridad, les bastan algunos acompañantes incondicionales para creer ciegamente sus convenientes desvaríos.
Pero es curioso, los tres personajes terminaron muy mal: el “Chacal del Caribe” terminó relleno de plomos en el baúl de un automóvil; el desquiciado exterminador de judíos recurrió al suicido intentando olvidar su inaceptable derrota; don Máximo murió de Alzheimer, sin recordar si había sido gigante o enano.
¿De qué manera terminarán el pomposo y altisonante Tribunal Constitucional, y esta república donde sentencia a sus anchas?
Mientras escribo, se pasan cortes, documentos, y retenes militares por la entrepierna miles de haitianos; siguen entrando y saliendo del país como “Pedro por su casa”. Se deslizan por las fronteras con asistencia y facilidades de trabajo. Pero ésta es la hora, señores, que ni el gobierno ni el constitucional quieren darse por enterados de que están haciendo el ridículo, provocando burla e indignación de nacionales y extranjeros.