El que solo una decena de países hayan acaparado el 75 por ciento de la vacunación contra el COVID-19, mientras en gran parte del mundo hay naciones que aun no comienzan a inocular a su población refleja con absoluta crudeza la desigualdad global que ha desnudado la pandemia.

La mezquindad de las grandes naciones para con sus vecinos planetarios más pobres revela una realidad urticante en un mundo golpeado con saña por el coronavirus y sin expectativas halagüeñas en el corto plazo de que pueda ser revertida sin más.

La falta de solidaridad de las potencias para con regiones pauperizadas como América Latina y El Caribe -que ya perdió con la pandemia más de 26 millones de empleos- es un contrasentido del absurdo al tratarse de uno de los territorios desde dónde mayores riquezas han extraído hasta convertirse en grandes potencias.

Las naciones del eterno subdesarrollo carecen en general de recursos e infraestructuras para producir vacunas, o bien desarrollarlas en calidad y cantidades óptimas, lo que obliga a reclamar una distribución más equitativa de ellas.

La pandemia también pone de relieve que visto el panorama económico desolador y una recuperación que será lenta y tortuosa, la deuda externa debe ser suspendida y flexibilizada en un contexto en que  los más ricos se han hecho aun más ricos gracias precisamente a la actual crisis sanitaria.

Ante la contracción económica más grave desde 1900 y  un decrecimiento que solo apunta en rojo, países como la República Dominicana navegan en un mar salpicado de turbulencias de toda suerte, amenazados con un ensanchamiento de las brechas laborales y sociales.

Se impone que los países sin apellidos, los que solo han contado para no ser contados en el reparto de la riqueza global, unan esfuerzos y reclamen a una sola voz un puesto digno en el concierto de las soluciones también globales que demanda la pandemia.

La solidaridad debe enfrentar con firmeza la cicatería de las grandes naciones, que han llegado a serlo merced a la vil depredación de sus múltiples riquezas.