La proclamación de Juan Orlando Hernández como presidente reelecto de Honduras debe generar una preocupación más contundente de parte de los países democráticos de la región. Al margen de las proclamas y reclamos de la Organización de Estados Americanos (OEA), que ya reclamó la celebración de nuevas elecciones, pocas han sido las voces de rechazo al fraude electoral hondureño.
El tribunal electoral procedió con su plan de proclamar al presidente como presidente electo, y lo hizo, amparándose en una supuesta revisión de votos que la oposición también rechazó.
Los opositores, con toda la razón, han salido a protestar, indignados, porque no ha habido forma de impugnar el resultado electoral fabricado a la medida de las ambiciones de Juan Orlando Hernández.
El presidente rompió el precepto de no reelección de los hondureños, de hace casi 40 años, y lo hizo con argucias y manipulaciones. Retorció la voluntad de los miembros salientes del Tribunal Constitucional hondureño, quienes le reconocieron el derecho humano a elegir y ser elegido, por encima de los artículos de la Constitución política del país que prohibía la reelección.
Este plan ha puesto en entredicho al proceso democrático de Honduras, que había destituido al presidente Manuel Zelaya en el 2009 por haber intentado introducir un artículo para modificar la Constitución para restablecer la reelección.
Honduras ha entrado en una etapa de violencia política crítica, que incluye el asesinato de opositores y de personalidades, como el caso de la activista y ambientalista Berta Cáceres, o el educador Mario Alberto Morazán. Estos y otros crímenes han sido investigados y en algunos se ha descubierto la participación del Estado, lo que pone en evidencia el deterioro en Honduras del respeto a la vida de las personas, por su manera de pensar.
Si las autoridades no aceptan realizar nuevas elecciones, lo que se espera en un resurgimiento de la violencia política y la inestabilidad, con unas fuerzas militares que se resisten a enfrentar abiertamente a los que protestan o a disparar contra ellos, como parece ser le ordenan los políticos en el poder en Honduras.
Si esta imposición queda establecida, y el candidato opositor Salvador Nasralla queda sepultado por la indiferencia dentro y fuera de Honduras, no queda otro camino que la violencia callejera y la confrontación. Esa violencia, la inseguridad y la destrucción de lo que se logrado en Honduras, serán las consecuencias de la ambición de poder de Juan Orlando Hernández y su séquito.
Los países debían pronunciarse sobre este desatino antidemocrático. No se justifica el silencio amparado en que somos miembros de la OEA y que ya ese organismo dijo lo que debía hacerse.
Está surgiendo una nueva dictadura en la región, ante los ojos de todo el mundo, y los países democráticos guardan silencio. Los hondureños salen a las calles a protestar, algunos mueren en hechos de violencia, y toda esa injusticia queda como una cuestión interna de ese país, como parte de la debilidad democrática en la que no podemos meternos.
Aún sea con pronunciamientos de rechazo a la violencia y al juego sucio, hay que dejar claro que no es aceptable una elección obtenida con tantas patrañas. Habrá quienes digan que si ya lo hizo Nicolás Maduro en Venezuela, si lo está haciendo Evo Morales en Bolivia, si lo hizo Daniel Ortega en Nicaragua, ¿por qué no permitirle a Juan Orlando Hernández que lo haga también?
Robar elecciones presidenciales no es democrático ni debe ser aceptado como democrático, ni como igual al presidente que lo haga.