El lugar no podía ser otro: la torre de Diandino Peña, construida sobre cimientos de sospechas. Un ícono arquitectónico de la Little New York caribeña. El ambiente interior del hotel Embassy Suites by Hilton Silver Sun Gallery rezumaba un aire a Park Avenue con sus nerviosas correrías ejecutivas. Había que crearle al líder la ficción de palpar el mágico latido de Manhattan sin el fastidio de sobrevolar el Atlántico. Los caros trajes y las melenas glutinosas de los muchachos millonarios confirmaban la fantasiosa impresión.
Las cadenas noticiosas locales no alcanzaban la talla del evento, mucho menos el crédito para ganarse la entrevista. CNN era lo más cimero y se trajo. La convocatoria la hacían “los empresarios”, la mayoría beneficiarios de licitaciones públicas sobre los esquemas de contrataciones del dispendio. Total, las desgracias nacionales solo son imputables a los políticos, esos con los que aquellos cenan y “tratan” sin estrujar su impoluta moral.
El espacio era una recreación del habitat de ensueño del líder, montado de acuerdo a los formatos de las clásicas galas para las celebridades, propios de los exclusivos salones de los Waldorf Astoria y Ritz Carlton. La sensación de poder los extasiaba de igual manera como remembranza de aquellos momentos. La idea era presenciar una entrevista al expresidente Leonel Fernández que luego se divulgaría en una publicación light corporativa de dos mil ejemplares, de esas que traen muchos anuncios y poco texto para leer. La intención política no declarada era ventilar la autoestima del líder, estropeada recientemente por la mugre del alto Manhattan (Washington Heights), donde se tropezó con el discurso de la diáspora, compilado en una expresión tan prosaica como emotiva: ¡Ladrón!
A pesar de que algunos amigos me comentaron de su impecable exposición, no tuve la necesidad de pagar los mil dólares del cubierto. El discurso de Leonel es más predecible que el sol de verano. Una confitería de clichés e ideas sacadas de “journales” académicos y de unos cuantos best seller. El propósito inequívoco del montaje era exhibir su lucidez para callar el ruido de los desvaríos morales de sus más cercanos colaboradores, algunos en serios apuros judiciales.
La orden retribuida era permanecer vigilantes hasta que “bajara” el líder. Extenuados, esperaron el tardío momento. Cuando salió, el soberano alzó un saludo colectivo pensado más en la prensa que en ellos. La ovación debió ser estimulada porque el cansancio de la espera los había agotado.
En la cuadra que ocupa el majestuoso hotel, y contemplados como pulgas desde sus alturas, se apiñaban los plebeyos. Parias impensantes con conciencias intestinales transportados desde sus antros con menos dignidad que sacos de batata al mercado público. Fueron llevados allí para que, en nombre de nuestra barbarie política, ejercieran el derecho a la libre expresión de sus depredadores instintos. Acosados por el calcinante sol, se movían como hormiguero a la espera de la única orden que podían procesar sus desnutridas neuronas: entrarle a palos a los que no eran de su especie.
Dos mundos desconectados y superpuestos; los de arriba, ajenos a la inclemencia del sol, a las crispaciones gástricas, al sudor de calle, al tufillo axilar, al hambre trasnochada. Los de abajo, masa desechable y residual sólo necesaria para cargar palos y hacer bulla; echados ahí como perros amarrados para cuidar desde lejos al soberano. Esperaban la caravana de yipetas negras para empuñar sus palos y sacar de sus entrañas ladridos malolientes a hambre calcinada. En su imaginario, la caída de los precios del crudo, la recomposición geopolítica mundial, la competitividad económica, los índices de crecimiento y de desarrollo humano o el calentamiento global son acertijos indescifrables de un mundo misterioso.
El retrato social que se pincelaba ese día se perfeccionó con la ausencia forzosa de la clase media, aquella que ha visto perder oportunidades, espacios y realización en una sociedad cada vez polarizada. No pudo entrar al escenario; fue sacada por la intolerancia de los de arriba con los palos de los de abajo. Esa clase media conformista, medrosa y acomodada que hoy se levanta para defenderse de sus “representantes” y reclamar, frente a la pálida oposición política, el derecho a exigir rendición de cuentas de la gestión pública y al establecimiento judicial de las responsabilidades de sus funcionarios. Un mínimo derecho que en sociedades de gente es rutina, más en la democracia del Macondo insular es conquista patriótica.
Estaba ahí la policía, anulada en su autoridad; conocía las líneas bajadas. Ante el bochornoso agravio a la expresión de algunos medios y el libre tránsito de otras manifestaciones, jugó el papel de Pilato; siempre leal a los designios del poder fáctico. La intolerancia se glorificó. La prensa fue “selectivamente” atacada por la incontinencia de la turba. Los de arriba simularon no enterarse.
La orden retribuida era permanecer vigilantes hasta que “bajara” el líder. Extenuados, esperaron el tardío momento. Cuando salió, el soberano alzó un saludo colectivo pensado más en la prensa que en ellos. La ovación debió ser estimulada porque el cansancio de la espera los había agotado.
Detrás de la caravana del líder salieron los vehículos de “los empresarios”, algunos diestros en camaleonismos. Tanto, que mientras una parte departía con Leonel, otros, vinculados a los mismos grupos, asaltaban el despacho del procurador a darle su apoyo incondicional. Desdoblamientos fantásticos de esa cosa que fuera del capitalismo salvaje llaman moral. Pero, ¡silencio!.., de eso no se puede hablar. Algunos de los que conozco no ocultaron su arrepentimiento de estar en “La Entrevista” con Leonel cuando vieron al embajador americano abrazado con Francisco Domínguez Brito; otros no salen de un maldito dolor de cabeza. Sigue la vida.