Los candidatos a posiciones electivas, especialmente los que aspiran a la presidencia de la República, siempre andan diciendo que van a ganar y hacen todas las elucubraciones y argumentos para convencer a los demás e que están ganados, y que los demás están perdiendo su tiempo al hacer propaganda.
El problema es que casi todos dicen lo mismo. O están obligados y son asesorados para repetir la misma frase: No hay nadie en la contienda que pueda enfrentarse a nuestra candidatura.
¿Es válido ese argumento para que un votante decida emprender la acción decisiva de votar por un candidato y un partido político?
No. Hace falta que el candidato presente un programa, que argumente y diga cuáles son las tareas de gobierno con las que está comprometido. Aquí entramos en el ámbito de las promesas. Hay candidatos y sus seguidores que prometen hasta el cielo. Descuidan las formas y ofrecen el cielo y la tierra. Y los excesos en campaña electoral terminan por levantar las faldas y mostrar las partes pudendas, que no son nada gloriosas ni atractivas, ni convencen a los votantes.
Y llegamos al terreno científico de las mediciones de intención de votos, las encuestas. Y cuando se muestran los datos los mismos candidatos y sus seguidores promueven esos resultados, si les convienen, o los denigran, si no les conviene. Y vuelven a hablar de más o a ignorar los estudios de intención de votos.
En estos menesteres hay que guiarse a tientas. Conocer al que miente con sutileza y al que dice la verdad con firmeza. Decidir esta cuestión jamás resulta fácil. Las raíces de la verdad están siempre muy ocultas. Una encuesta -dicen- es una fotografía del momento en que se realiza. Solamente. En cuestión de horas el panorama puede cambiar.
La elección a la que estamos expuestos en febrero y en mayo es compleja. Más de cuatro mil posiciones están en juego, a los municipios, al Congreso y a la presidencia de la República.
Generalmente los candidatos y sus seguidores no son creíbles cuando hablan de simpatías, y tampoco lo son cuando hablan de intención de votos ni de programas de trabajo después de ganar las elecciones.
El más desprotegido de los actores de las elecciones es el elector. Lo llevan y lo traen. Le dicen mentiras y verdades, pero no puede distinguir una de la otra. Le hablan sacerdotes, obispos, pastores evangélicos, empresarios, políticos, candidatos, legisladores, organizaciones de la sociedad civil, movimientos populares, asociaciones profesionales, y los medios de comunicación. El proceso electoral es un acoso a los electores. Pero es el derecho de los políticos y los candidatos a promover su oferta, su producto. Y aquí llegamos al punto más importante:
Cada candidato es un producto comercial que aspira a que el ciudadano que vota en las elecciones le compre. Si sirve o no es un problema del que lo compre. Después de comprado importará poco lo que piense el adquiriente, pues tendrá que utilizarlo hasta que se consuma completamente, durante cuatro años. Ese es nuestro drama.