El último siglo ha sido escenario de una revolución en la humanidad sin precedentes: la singular revolución de las mujeres, que obliga incluso a redefinir revolución. No explotó, no arrasó, no cobró ningún botín ni propició maniobras de humillación ni encarcelamientos. Sucedió y sigue sucediendo, porque es eso, un suceder remeciendo vínculos, recreándolos, nutriéndolos. Sentir y pensar en un mismo cauce.
En casi todo el orbe, de manera por lo común pacífica, e incluso estoica, las mujeres han modificado el rostro de los ambientes laborales, artísticos, científicos, literarios, deportivos, políticos, religiosos y domésticos.
Decidieron educarse, trabajar con arduidad, dar todo de sí, a menudo excediendo sus fuerzas. Eligieron las letras, las ciencias, las artes, la arena política, las fábricas como campo de batalla. Había llegado la hora de interrogar la historia y los mitos, de ver el mundo con los propios ojos, de abrazarse a la incertidumbre y ser parte de las respuestas y las exploraciones. Avanzarían demostrando. Con creciente valentía. El mundo debía entender. Estaban resueltas a vivir con todo lo que ello implica.
No más tiempo a la deriva a merced de vientos de conflagración. No más raptos. No más destierros del paraíso. No más pasar de largo frente a la biblioteca y la academia. No más patadas a las ilusiones de conocimiento. No más cuerpo de uso y deshecho. No más camisa de fuerza al pensamiento. No más soga corta a las ganas de vivir. No más calamitosa resignación. No más embozar la idea lúcida. No más censura y autocensura. No más reprimir sentimientos complejos. No más forzado silencio. No más desperdiciar inteligencia en tiñosas relaciones.
Las mujeres en todo el planeta, han soltado peso muerto, tanteando en penumbras, proponiéndose objetivos que confieran sentido a sus días y enriquecen la cultura. Pero aspirar a tener un razonable control sobre su vida les ha significado sufrimiento, dolor. Esto incordia a “hombres pequeñitos”, esclavos emocionales del sustrato de violencia que yace en su noción de hombría. Ignorantes de que la terquedad en dominar con terror enmascara cobardía, miseria de espíritu.
En nuestra sociedad, desafortunadamente, ese tipo de individuo no es la excepción. Abundan los proclives a sujetar al objeto de su “amor” u obsesión a las buenas o a las malas. La pérdida de control les causa un remolino. Los enmaraña la pulsión posesiva y una borrosa impotencia moral. Terminan percibiendo sus propios sentimientos como una abominación engendrada, no por sus fosas carenciales, en cuanto a cimiento afectivo, sino por la pareja o la expareja, esa que le niega el pan y la sal, según su avergonzado razonar, su aturdimiento. Sin embargo, pese a las heridas emocionales y físicas, las mujeres no tienden a pagar con la misma moneda, ni a meter a todos los hombres en el mismo saco. Lo que sí tratan las afectadas es de huir, de alejarse con su prole del violento. Y es en ello donde precisan del efectivo apoyo del Estado, del resguardo de la comunidad, del círculo de protección.
Los crímenes de género, en esencia, son crímenes de odio (aunque, vaya paradoja, suele creerse que equivalen a amor exasperado). Es imposible o muy difícil resarcir en algo a las víctimas. Se les arranca la vida a mujeres en la plenitud de sus años. Se les rompen las alas del corazón a niñas y niños, que quedan atrapados en la tragedia (en ocasiones, los mata la dantesca ira del progenitor). La abismal proporción de estos actos a veces se corona con el suicidio del verdugo.
Estamos ante unas circunstancias aterradoras. Nos hacen pensar en una guerra absurda, inimaginable. No hay combates, sin embargo, las bajas femeninas e infantiles en República Dominicana suman más de la centena cada año, en algunos la cifra ha subido a más de doscientas.
Algo nos dice que no basta la cárcel. Que no basta la protesta. Ni siquiera la ley, que debería disuadir, persuadir.
Todas, todos perdemos. En esta tierra no hay hombre sin madre. Todos los hombres tienen hermanas, hijas, abuelas. ¿Se les eclipsan las parientes al momento de acuchillar a la odiada? ¿Qué se nos está escapando?
¿El machismo se exacerba ante el progreso de las mujeres? ¿Es el sistema educativo incompetente en cuanto a inspirar una mentalidad democrática y equitativa en los estudiantes? ¿Cómo inculcar respeto, cooperación, amistad entre niñas y niños en la escuela? ¿Cómo enseñar a respetar los sentimientos y las decisiones de las otras personas, aunque nos desgarren, aunque nos afecten para largo? ¿El sentido volcánico del honor, que acalambra y torna sañoso y combustible el ánimo de un individuo, es una mortífera herencia, un fermentado zumo de pillaje, inquisición y caudillismo que ha terminado cobrando matices tan patéticos como espantosos?
De seguro que las respuestas abundan. No sé a dónde apuntan las certeras. Sin embargo, es clarísimo que los asesinatos de mujeres por su pareja o expareja representan el pico de la desigualdad (inequidad es el término que se prefiere) de género. El caldo cultural que alimenta al femenicida es el mismo que provee justificaciones al que sojuzga a una anciana, al que propaga una canción cuyas letras agravian a la mujer, al que explota o trafica el cuerpo femenino, al que se aprovecha de la pobreza de una niña para granjearse favores sexuales, al que olvida su responsabilidad con los hijos e hijas que procrea, por mencionar algunos.
Cuando se comprenda el nexo entre los femenicidios y el caldo cultural sexista y machista del que somos parte, con nuestras mentalidades y actitudes y omisiones, estaremos en camino de erradicar la violencia. Cuando los hombres con un mínimo de sensatez e integridad entiendan que está en juego el porvenir de sus hijas y encaren con valentía este problema, y lo hagan suyo, estaremos en camino de solucionarlo. Porque esto no es un asunto de malos y buenos, nosotras y ustedes, enfrentados. No es un asunto de maldecir y lavarnos las manos. Las víctimas, ¡cuánto expresan desde su mar de silencio!
Quiero creer que nos dicen: Luz roja a todas las formas de discriminación de la mujer. Luz verde a la creatividad en todos los campos para forjar vínculos y relaciones impregnadas de amistad, de respeto. Aprendan de los límites humanos. Explayen los poderes que siempre dan con soluciones.
Quiero creer, con la mexicana Rosario Castellano que:
Debe haber otro modo que no se llame
Safo ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.