En su obra Tras las huellas de Hostos (1966) Adolfo José de Hostos registra el momento exacto en que tiene lugar, en Santo Domingo, el deceso de Eugenio María de Hostos: «el 11 de Agosto de 1903, a las 111/4 p.m., durante una perturbación atmosférica», como si acaso la naturaleza expresara su dolor por la muerte de quien tanto la amó. La naturaleza rugía, con rayos y truenos. Esa naturaleza expresaba su dolor por la partida definitiva del Gran Maestro.
Es desgarrador el testimonio dado sobre la muerte de Hostos por su hijo Adolfo. El es quien mejor describe los últimos instantes del padre ejemplar:
Estaba yo solo, junto a su lecho de enfermo en la Estancia Las Marías, en momentos en que no se esperaba un desenlace fatal. De pronto me pareció que su cabeza se ponía enorme, los cabellos blancos caídos sobre las sienes semejaban una aureola de santo que iluminaba su rostro inmóvil. Un súbito brisote acompañado de un trueno lejano, batió las ventanas de su alcoba. Presentí el fin. Acerqué una mejilla a sus labios y me dio su último beso en tierno bosquejo. Apenas balbuceó: «¡Mi mujer, mis hijos¡», y cerró los ojos para siempre. Quedé por tan largo tiempo impresionado que, justamente el día del primer aniversario de su muerte; quedeme triste y conturbado como si hubiera cometido un pecado al oír en el vecindario el eco de una alegre cantinela. Nunca se ha apartado de mi mente la idea de que tenía necesariamente que haber auténtica grandeza en el alma de un hombre que se inmola a sí mismo por el bien de la Humanidad.
Con una pena muy honda reflejada en su mirada llorosa, Federico Henríquez y Carvajal describe la atmósfera que, al día siguiente, sirve de manto a la circunstancia funesta en que tienen lugar las honras fúnebres al Sembrador:
La tarde era triste…mui triste! Llovía. La lluvia caía como lágrimas del cielo. El sol, envuelto en una clámide de nieblas, se hundía en el ocaso como si se extinguiese para siempre. La tarde era triste…mui triste! El silencio reinaba en el cementerio…Mudo, con el mutismo de la Esfinge, el cadáver de fisonomía socrática, yacía en el féretro. Mudo estaba el séquito bajo la pesadumbre del gran duelo. Muda la ciudad doliente. Muda la Naturaleza.
Y es en esa tarde triste del 12 de agosto de 1903, golpeado en el hondón de su alma por la partida de su entrañable amigo, cuando Federico pronuncia aquel memorable discurso panegírico del que todavía truena la ya célebre frase: «Esta América infeliz que sólo sabe de sus grandes vivos cuando pasan a ser sus grandes muertos».
Ahora bien, ¿de qué murió Hostos? Los médicos que lo asistieron durante los pocos días de su breve gravedad fueron connotados facultativos egresados de la Universidad de París: Francisco Henríquez y Carvajal, Arturo Grullón y Rodolfo Coiscou. Francisco fue uno de sus más leales colaboradores en su empresa transformadora del sistema educativo dominicano y en su artículo «Mi tributo», él recomienda que:
Es preciso conocer á Hostos; profundizarlo, para conocerlo; conocerlo, para encantarse en él; encantarse en él, para amarlo; amarlo, para darlo á conocer, para enseñarlo como es él en verdad; conocerlo profundamente, conocer en todo su alcance el gran poder de su mente razonadora y el noble sentimiento que lo animó, que le dio siempre una fisonomía de inacabable bondad, para, tal como es, mostrarlo al pueblo.
Grullón y Coiscou fueron sus discípulos. Conforme a la opinión profesional emitida por los tres, «el Sr. Hostos había muerto de una afección insignificante a la cual hubiera vencido fácilmente cualquier otro organismo menos debilitado y, sobre todo, menos postrado por el profundo abatimiento moral que minaba hacía algún tiempo la existencia del insigne educador».
Ese «profundo abatimiento moral» no tan sólo socavaba su salud física, sino también su salud espiritual, su ser más profundo, sus ganas de vivir, su deseo de seguir. Y ese «mortal abatimiento» lo atribuían sus amigos más íntimos «a la desesperanza de la redención de su patria nativa, Puerto Rico [y al] rumbo proceloso y torpe por el cual impulsó la angustiosa vida de su patria adoptiva, la República Dominicana, la irreflexiva y funesta división de los elementos que dirigían el Estado a partir de la caída del Gobierno de Heureaux».
En los años iniciales del siglo XX las frecuentes revueltas armadas en las diferentes regiones del país y los conatos de guerra civil —todo producto del caudillismo imperante— fueron creando un enrarecido clima político y erosionando la vida económica de la nación dominicana de tal manera que era inevitable que sobrevinieran la inestabilidad social y el caos, y el desastre en la administración del Estado fue una consecuencia directa e inmediata: la corrupción y las intrigas surgieron como monstruos voraces en la Administración Pública. Había crisis política, había crisis moral. Y esa situación alejaba toda posibilidad de que Hostos pudiese retomar su proyecto pedagógico interrumpido en 1888 con su partida hacia Chile y poder convertir en realidad su sueño de transformar el modo de sentir y de pensar de los dominicanos fundamentados en su ideal de «forjar los espíritus en el molde de virtud que en la razón se inspira». Todo se veía oscuro, la sinrazón se imponía; el país que Eugenio María de Hostos había aprendido a amar como si fuera el suyo ya no era el mismo.
Y bajo esas circunstancias históricas sombrías es que tiene lugar la muerte de Hostos. Pero hay una circunstancia que no es ni física ni política, sino moral-espiritual, que socava la vida del preclaro antillano. Pedro Henríquez Ureña, que había sido tocado tempranamente por la magia envolvente del pensamiento hostosiano, la describe así:
Volvió a Santo Domingo en 1900 a reanimar su obra. Lo conocí entonces: tenía un aire hondamente triste, definitivamente triste. Trabajaba sin descanso, según su costumbre. Sobrevinieron trastornos políticos, tomó el país aspecto caótico, y Hostos murió de enfermedad brevísima, al parecer ligera. Murió de asfixia moral.
El 30 de junio de 1985 —por disposición del Poder Ejecutivo contenida en el Decreto No. 3070-85— los restos del Padre de la educación moderna dominicana fueron trasladados al Panteón de la Patria desde el patio de la Capilla de la Tercera Orden Dominica, donde habían sido depositados en 1925. Así lo quiso Hostos: que sus restos permanecieran en Santo Domingo hasta que su Isla Madre sea libre.