Dicen que los países autoritarios han sido más exitosos en enfrentar el nuevo virus corona: China, Cuba, El Salvador. ¿Será verdad?

El otro día mi vecina me comentaba: – Manolo sí educa bien a sus hijos. Nunca los ves haciendo maldades, peleando, o faltando al respeto. Es cierto -pensé yo- pero ¿a qué costo? Tampoco los veo sonriendo, ni jugando con sus amigos, ni tomando iniciativas. Los hijos de Candita también son respetuosos, pero alegres y cariñosos, llenos de amigos y de planes, inventando siempre nuevos juegos y aventuras. Y no están educados con mano de hierro, como los de Manolo, sino con esa ternura de la que Candita es maestra.

No hay que escoger entre autoritarismo y libertinaje. Hay que escoger siempre por la libertad. Que no es hacer lo que me da la gana, sino poder hacer el bien y hacerlo bien. Amando tanto la libertad, que la respeto también en el otro. Aunque sea mi enemigo, aunque sea un ignorante, aunque sea un maleducado. La libertad no se opone al orden y las normas. Se opone a la dictadura de la ley o de la autoridad tiránica. No cree que la convivencia se mejora con el poder, sino con la fraternidad, la gran olvidada de la trilogía de la revolución francesa de la que unos escogieron la igualdad, aun a costa de la libertad, y otros la igualdad, aunque haya que imponerla por la fuerza. Quizá si hubiéramos escogido la fraternidad hubiéramos podido combinar igualdad y libertad.

Mientras más autoritario el país, menos nos podemos fiar de los números ofrecidos en versión única sin posibilidad de verificación. Hay que creerlos. Que cuando hay represión vemos menos las transgresiones, porque la corrupción aprende a moverse más silenciosa. Que cuando se impone la salvación (de la epidemia o de cualquier otra cosa), esa salvación no sabe a triunfo, porque anula creatividad, libertad, gratuidad, sociedad civil, espiritualidad, alegría. Crea tristes pueblos respetuosos.

Por eso no me gustan las filas ordenadas de los militares. Pero tampoco las peleas en las conflictivas colas para conseguir alimentos que nunca alcanzan.

Las llamadas democracias basadas en la exclusión de muchos, en la inequidad y la corrupción, no son formas participativas de organizar la sociedad. Pero la solución no es la imposición represiva de igualdades en la pobreza y la impotencia. El problema del poder no es de unos o de otros, sino de todos.

Tener normas bien justificadas en informaciones que todos conocen, que no privilegian unos sobre otros, ayuda a proteger los más débiles. Cuando no hay ley, el que gana es siempre el más fuerte. Por eso todos quieren acceder a las armas para defenderse. Una nación cuyas leyes no protegen los derechos de los más débiles no es democrática.

La acción contra la pandemia puede usarse para justificar regímenes autoritarios en los que siempre hay perdedores. Pero la solución no es dejar que cada cual resuelva lo suyo, desprotegiendo al más débil.

Por eso no quiero la eficacia del autoritarismo, ni el laissez-faire de los liberales, quiero la ternura de Candita, del pueblo que escucha, comparte y trabaja unido, del funcionario que más que cumplir la ley, busca servir a la persona.

Además. hay dictaduras que parecen democracias, pero se imponen por el poder o el dinero que manejan unos pocos.

Ojalá que al enfrentar la pandemia aprendamos formas de convivencia basadas en la ley y la justicia, aplicadas desde la compasión por los más débiles, donde no haya ganadores ni perdedores, sino un pueblo que aprende a sobrevivir por la colaboración y la solidaridad.

La manera cómo enfrentamos el covid-19 definirá nuestra manera de organizar la sociedad como verdaderas democracias, o como sistemas de exclusión. Es una oportunidad de aprender, en momentos de crisis, para democratizar nuestra política y nuestras instituciones.

Una democracia que incluya la participación de todos en el acceso a la información con plena transparencia, en el acceso a los bienes a través de servicios públicos de calidad y redistribución equitativa de los bienes, en dar peso a las voces más débiles para que hagan valer sus derechos y sus aportes. Donde nadie se sienta con derecho a decidir lo que los otros deben pensar, creer, hacer, comer, compartir. Donde nadie quede excluido del derecho a trabajar, poseer, organizarse, expresarse, vivir. Donde todos podamos convivir sin tener que renunciar a nuestra identidad.

Una democracia orientada a garantizar el bien común. Que acabe con un Estado como negocio privado del partido que gobierna y se convierta en garante del bien común. Un Estado que no pretende sustituir las capacidades de la sociedad, sino facilitar la participación de todos en la construcción del buen vivir. Un Estado que por la transparencia y la adecuada legislación dificulte la corrupción; que por las múltiples formas de participación organizada impida la concentración de poder; un Estado fuerte, pero no autoritario.

Si en vez de declarar la guerra a la pandemia aprendemos a gestionarla así; si comenzamos a gestionar así nuestras instituciones, quizá aprendamos a gobernar las naciones.