La apabullante derrota de la izquierda española en las elecciones madrileñas y que ha consolidado a la derecha afín a Trump ha producido un resultado tan impactante que el mismísimo Pablo Iglesias ha decidido retirarse de todo, la política incluida.
Es precisamente esa grave decisión la que nos lleva a derivar de ello una mirada necesaria que extrapolamos al lar político nativo y con ello detenernos a reflexionar sobre esa reacción ocurrida a millares de kilómetros de distancia.
En efecto, el que una persona joven, carismática y talentosa, como Pablo Iglesias, se decida por abandonar la política, en medio de un estrepitoso fracaso, habla de una actitud consecuente con la derrota, pero también con valores como el coraje y el temple ante la adversidad.
¿Qué ha faltado para que en nuestro país no se haya hecho costumbre que nuestros políticos, ante el fracaso electoral o de gestión partidaria, no asuman responsabilidad y dejen el camino expedito a nuevos incumbentes?
Resignar los cargos públicos o partidarios, cuando no se obtienen los resultados esperados, debiera ser una práctica normalizada por un criterio de bien común y vergüenza personal.
Habría que hurgar bien atrás, en los recovecos de nuestra montonera, el origen de la postura ególatra que permea el liderazgo político nacional, heredero sin discusión del sempiterno caudillismo.
Durante demasiado tiempo, y desde los propios albores de la nación, la concepción personalista ha dominado la política nacional, haciendo de cada dirigente, más que un conductor de hombres, un conductor de rebaños.
Todavía los sesgos individuales más íntimos prevalecen ante las propuestas, y la necesidad de conocer y ejercer la política como la ciencia que pregonó Duarte queda solapada por el toque personal y el perverso asistencialismo.
Y con todo lo que de aprovechamiento vil y corrupción enquistada en el Estado rodea la política, renunciar a su ejercicio tras un resultado adverso es poco menos que una proeza que ya quisiéramos celebrar.
Resignar los cargos públicos o partidarios, cuando no se obtienen los resultados esperados, debiera ser una práctica normalizada por un criterio de bien común y vergüenza personal que se echa de menos.
Permanecer en un puesto cuando no se ha demostrado capacidad y suficiencia, a más de ser impropio, revela hasta qué punto la persistencia de usufructuar un cargo se coloca por encima de una conducta racional, digna y consecuente.
Y es que todavía no superamos el estigma del conchoprimismo. O nosotros o que entren todos los mares.