Después de permanecer encarcelado injustamente por doce largos años, a Luis Peña Valdez le queda todavía una rica veta de humana generosidad, tanta como para “dejar a Dios” que haga justicia con su caso, uno que ha sacudido a toda la nación.

¿Pero es acaso justo dejarle solo a Dios tanta ignominia? 

La prisión de este humilde albañil de Monte Plata ilustra con tintes de tragedia griega una sarta de graves negligencias que deben ser afrontadas antes de que lleguen al Altísimo las preces por su corrección.

El que un hombre de su pobre condición fuera a dar a un calabozo sin más, solo porque reclamó el pago de una deuda, es el primer atisbo de cuán torcido es el tratamiento a derechos tan fundamentales como el de la libertad.

Más ruin todavía fue que este prisionero estuviera encerrado sin que se le instrumentara expediente alguno, como tampoco ningún organismo oficial se interesara en ejecutar lo que debió ser norma, un escrutinio rutinario para conocer el estatus de los reclusos en el sistema penitenciario.

Enjaulados como pura bazofia humana, los presos se apilan en las cárceles del país en las que todavía no se aplican métodos y trato que se correspondan con modernos enfoques. Y entre esos reclusos, Peña Valdez vio transcurrir doce años de su vida en peores condiciones: No era un condenado. Ni siquiera un sospechoso. 

Durante ese amargo lapso, falleció su madre, la única persona que lo visitaba, y a cuyo sepelio no pudo acudir. También durante esa docena de años vio pasar tres gobiernos, más de un Procurador y varios directores de prisiones.

Es un caso de película, pero de terror. Y es un caso de Justicia, y no solo la divina. Lo que sufrió en prisión Luis Peña Valdez, hoy de 56 años, no podrá ser resarcido del todo, nunca, pero tampoco debe dejarse solo pendiente a la densa letanía de una plegaria.

Hoy que existe un Ministerio Público animado por el deseo de hacer justicia, la que está pendiente con Luis Peña Valdez no debe demorar un minuto. 

Y no hablamos solo de la necesaria compensación que le debe el Estado por tan infame trato a un ciudadano en plena facultad de sus derechos inalienables. Hablamos de que es inaplazable determinar quienes desde sus poltronas oficiales permitieron que se produjera tal afrenta. Lo mismo que investigar el punto de partida de un hecho que escuece el alma por tanta indignidad y villanía envuelven. 

Solo así podremos garantizar que casos como el de Luis Peña Valdez no vuelva a repetirse. Y que vilezas como la que ocupa este editorial no queden solo en manos de Dios.