La República Dominicana conoce un deterioro social cada vez más agudo. Brota la violencia desde el hogar, las escuelas, los transportes, las calles, y desde las mismas autoridades que pagamos supuestamente para mantener la paz.

A nuestra violencia local en expansión se agrega la violencia global exacerbada por los múltiples focos bélicos, algunos con prácticas bárbaras que llenan los noticieros. Como peregrino de la paz, en su último viaje el papa Francisco apeló, para propiciar una cultura de paz, por la abolición de la pena de muerte en los Estados Unidos y en todo el mundo.

En República Dominicana la pena de muerte no está contemplada en términos legales, pero hay un estado de no justicia y un terror de Estado que se manifiestan en “ejecuciones extra judiciales” casi cotidianas de supuestos ladrones o atracadores. Esto equivale a la aplicación de una pena de muerte salvaje, sin proceso judicial alguno, contra la cual muy pocos protestan, ya que casi todas las victimas forman parte de los sectores más desfavorecidos de la sociedad.

Hay otras violencias de Estado, como son las mentiras constantes de la propaganda oficial, la confiscación del juego político por el partido de gobierno en detrimento de la escasa democracia, la corrupción galopante y el fracaso de una Justicia que manda mensajes cada día más incomprensibles, perturbadores y sin ninguna virtud educadora.

Hoy en día un personaje como Sobeida sale de la cárcel con una hoja de vida límpida y con suficientemente dinero o patrocinadores para abrir una cadena de peluquerías y spas. De la misma manera, el criminal falsificador de medicamentos recupera sus bienes mal habidos con una negociación llevada de manera magistral con la Fiscalía mientras miles de personas no consiguen trabajo por tener manchas microscópicas en su hoja de vida.

¿Cómo extrañarnos entonces, en medio de este caos, del aumento de los linchamientos que son una forma primitiva y expeditiva de “hacer justicia”? Una multitud “espontánea” se abroga licencia para vengarse, golpeando y matando un atracador real o supuesto en estado de inferioridad abrumadora, ejerciendo un acto prohibido por la ley y rompiendo los límites sociales en una forma violenta que no está alejada del modus operandi de las fuerzas policiales.

Los linchamientos son multicausales y son respuestas sociales a situaciones de inseguridad, a la percepción de que la violencia nos ha arropado y de que no hay Justicia. Hay también linchamientos promovidos por el odio racial o la xenofobia que se filtra hasta en los medios de comunicación, como fue el caso nunca esclarecido del joven limpiabotas haitiano colgado en un parque de Santiago. Generalmente son pobres que linchan a pobres pero que podrían linchar a cualquier conductor que atropella un niño en una carretera.

No se puede seguir respondiendo a la violencia con más violencia y el Estado, como garante de los derechos humanos, debería ser el primero en ponerle coto a la violencia extrajudicial y recuperar credibilidad. Hoy en día nadie cree, salvo el equipo de propaganda del primer mandatario, en la reforma de la Policía, de la Justicia o en la lucha real contra la pobreza en el corto plazo. Si bien es cierto que cada uno en su esfera debe implementar una cultura de paz, la crianza con ternura, fortalecer las familias, es también seguro que una de las causas más profundas del auge de violencia se encuentra en la anomia social, o sea, en la pérdida de límites entre el comportamiento malo y el comportamiento bueno. Esto último se lo debemos, más que todo, al ejemplo de nuestras elites políticas.