Desde 2013, cuando el Ministerio de Cultura publicó los primeros tomos de la más reciente iniciativa de recopilación de las Obras completas de Pedro Henríquez Ureña, hasta 2015, cuando aparecieron los restantes siete tomos, los estudiosos del legado del maestro dominicano cuentan con una herramienta de trabajo cuidada con esmerado rigor por Miguel D. Mena.

La labor de Mena ha sido verdaderamente hercúlea. Invirtió largos años de trabajo de sabueso literario escarbando en bibliotecas de todo el continente; contactando a los discípulos del maestro, trabajando mano a mano con doña Sonia Henríquez en el inventario de todo lo que su padre había dejado a su muerte en la casa familiar, revisando con lupa las tres cajas de documentos personales del Archivo Pedro Henríquez Ureña en el Colegio de México.

El camino abierto por Juan Jacobo de Lara en 1976 con el primer intento de recoger toda la obra de Henríquez Ureña apenas marcó un empeño que la iniciativa de 2003 por parte de la Secretaría de Estado de Cultura no pudo mejorar. La de Mena es ciertamente la más exhaustiva tarea de recopilación. A esto hay que agregarle el rigor en cuanto al establecimiento de los textos.

En efecto, Mena se tomó muy seriamente su trabajo editorial. No solo reunió todo lo conocido del maestro, sino que cotejó línea por línea las diferentes versiones de los textos que Henríquez Ureña dio a la imprenta. Las variantes que el gran humanista introdujo en sus textos fueron recurrentes. En las numerosas notas que acompañan cada tomo, Mena las identifica todas, incluso las que Henríquez Ureña realizó de su puño y letra en los manuscritos que se conservan en El Colegio de México. Se trata de un recurso invaluable tanto para el especialista como para el lector curioso por conocer la manera en que funcionaba el taller del filólogo.

La aparición de los catorce tomos de estas Obras completas no ha sido saludada por ninguno de los especialistas dominicanos; es más, los comentaristas actuales de la obra de Pedro Henríquez Ureña ni siquiera citan a partir del archivo compilado por Mena, sino que recurren a lo recogido por Juan Jacobo de Lara en los años setenta. Justo es celebrar el resultado de un esfuerzo tan encomiable como el de Miguel D. Mena.

El legado de Pedro Henríquez Ureña está aún lejos de poder considerarse identificado a cabalidad. Hay todavía considerables lagunas, sobre todo en lo tocante a su epistolario de los años argentinos, que solo podrán cubrirse cuando ciertos figurones del mundo intelectual dominicano empiecen a mostrar magnanimidad compartiendo los tesoros que esconden en sus bibliotecas privadas.