Como si estructurara la visión de nuestras calamidades en la historia a partir de una dialéctica propia, la Restauración de la república convoca los dos extremos de nuestro transcurrir en el tiempo como nación. Por una parte es el origen de todas las degradaciones de la práctica política: el núcleo histórico de la partidocracia, el prebendalismo, el clientelismo como forma de apropiación de la voluntad colectiva y negación de derecho, la concepción patrimonial del estado que hacía del líder macutero una fuente de enriquecimiento, el “comeburrismo” (concretado en el liderazgo manigüero y el generalato conchoprimesco), la desintitucionalización, la corrupción vinculada al pragmatismo político, y el providencialismo. Además, como quien no quiere la cosa, sembró las bases para la derrota del pensamiento liberal. Por otra parte, la Restauración es el primer gran fenómeno de participación popular de la historia dominicana, y la culminación de nuestro proceso de separación de Haití, la conformación de los rasgos definitorios de la identidad, y el instante en el cual el Estado-nación dominicano aparece como viable.
Esto se dice fácil, después de ciento setenta y tres años de seudorepública; pero, por ejemplo, si el sesgo liberal hubiera triunfado la tradición democrática caracterizaría la vida institucional de los dominicanos. Y se podría argüir que lo que digo es historia posfactual (“Si mi abuela tuviera rueda fuera bicicleta”), aunque es bueno recordar que Ulises Heureaux provenía del partido azul, y que fue el continuismo, la ambición de poder, lo que hizo retorcer el sesgo liberal que le impuso a su gestión (sobre todo las primeras), desvirtuando para siempre las posibilidades del liberalismo en nuestro país. Algunos reivindican el “conservadurismo esencial del dominicano”, ignorando que no es el producto de una evolución natural del conglomerado que éramos entonces, y que no pasa a la “identidad” como categoría del vivir, sino como veleidades acomodaticias del “liderazgo” de la restauración para poder satisfacer la vocación de eternidad que les acompañaba. De ahí en adelante el autoritarismo se convertirá en algo natural en nuestra historiografía, y el continuismo despedazará sin piedad cualquier aspiración institucionalista. Es, ciertamente, lo que estamos viviendo ahora.
Por eso, si algo es la Restauración, al margen del reconocimiento de una identidad ya cuajada, es un gigantesco molino del cual brotarán los grandes males de la nación, contra los que clamará toda la quejumbre filosófico teórica de los intelectuales dominicanos del siglo XIX y principios del XX. Y hay que decir, en puridad de sentido, que ésos males son los mismos que padecemos ahora. Porque ése numeroso liderazgo que emergió de la restauración enfrentados en el tumulto de las incesantes contiendas, se acostumbró a empinarse a favor de sus intereses, y la hermosa y conmovedora iconografía del héroe restaurador cobró, constante y sonante, con honrosas excepciones, la buena conciencia de defender el ideal de patria. Es cierto que la Restauración es la auténtica guerra de independencia, concebida la independencia dominicana como un proceso; y es cierto, también, que de su particular evolución se engendró la definición de la identidad, como ya hemos dicho. Pero al mismo tiempo, parió el partidarismo, y la recua infinita de caudillos encaramados sobre el presupuesto. Pienso en Ulises Francisco Espaillat, atrapado entre los “Azules” de Cabral y los “Rojos” de Báez. Martirizado porque le es materialmente imposible complacer las solicitudes del generalato, los reclamos de compensaciones, el saldo de las ambiciones de tantos derechos adquiridos y exigidos como botín de guerra. Y. por el otro lado, un gobierno en quiebra y una estructura partidaria que le ataba las manos. Quienes han leído su libro “Ideas de bien patrio” entenderán los martirios de un pensador idealista que cree en un país posible gobernado no por generales manigüeros, sino por maestros; y que comprende la inutilidad de sus ideas de regeneración social frente al pragmatismo brutal de la realidad.
La Restauración abre el pórtico de nuestras vicisitudes como nación, y nos dona ése símbolo que la trasciende, hacia el cual deberíamos virarnos cada 16 de agosto.