Debido a los acontecimientos ocurridos durante este último año, ha salido a la luz con más claridad hasta dónde ha llegado la situación de nuestro país vecino Haití.
No revisten novedad las informaciones sobre el agravamiento de las difíciles condiciones socioeconómicas y políticas que atraviesa este país, ya que el deterioro continuo lleva un registro de largos años.
Con el 60 % de la población viviendo por debajo de la línea de la pobreza y una inflación de más de 25 %, según las estimaciones más recientes de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la población haitiana se bate por el destino sin acceso a oportunidades laborales, educación y servicios sanitarios de calidad.
Adicional a esto, las recientes manifestaciones de violencia estructural han revelado el nuevo fondo de una crisis institucional y sistémica que no parece tener fin.
Tras el magnicidio, Haití se encuentra al borde del colapso y contra el filo de la amenaza de ser arrastrado a un nuevo e inaudito estadio tribal incompatible con las aspiraciones civiles mínimas de las sociedades del siglo XXI.
En medio de la crisis sanitaria por el COVID-19, otro terremoto. Ya no existe el espacio vital para una sobrevivencia digna en ese país ni para los ricos ni mucho menos para el resto de la población, que subsiste en medio de las condiciones de pobreza más abrumadoras.
Sumado a lo anterior, proliferan grupos pandilleros armados de largo alcance, que, al parecer, entienden que nada tienen que perder. Por lo menos es lo que están demostrando, tras los últimos casos de retención como rehenes de personas extranjeras, con la supuesta complicidad de delincuentes y mercenarios internacionales, vinculados a las redes criminales de alcance regional en una escala continental.
Esto agrava más las cosas, pues no estamos hablando únicamente de pandilleros locales, cuyas razones, si bien son inaceptables, pueden ser enfrentadas con enfoques de seguridad tradicionales. Por el contrario, este nuevo desafío no tiene precedentes en la isla y combatirlo amerita nuevos cauces doctrinales y operativos.
En este contexto se suceden episodios dramáticos. Desde la semana pasada, ha llegado a Haití el Buró Federal de Investigaciones (FBI) de los Estados Unidos para tratar de lograr la liberación de diecisiete misioneros religiosos de nacionalidad norteamericana y canadiense, según las noticias, que fueron tomados como rehenes. De acuerdo con varias fuentes, por la liberación de cada uno los secuestradores exigen un millón de dólares.
Durante la 76.a Asamblea General de la ONU, celebrada este año en New York del 20 al 24 de septiembre, se realizaron llamamientos vehementes sobre la necesidad de restaurar la seguridad y la estabilidad en Haití. Incluso, se está pensando en la posibilidad de crear una comisión de destacados políticos de la región que presenten propuestas para contribuir a la paz y estabilidad sociopolítica haitiana.
En este marco, muchos se preguntarán cuál debe ser la posición de la República Dominicana como país vecino (primer socio comercial y primer importador de mano de obra haitiana). Al respecto, pueden surgir muchas respuestas y eventuales argumentos: Uno de ellos es que, desde mi punto de vista, no podemos ni debemos ser juez y parte en la crisis haitiana, ya que nos afecta no únicamente como vecinos fronterizos que albergan legítimas preocupaciones sobre seguridad nacional y eficacia de los controles migratorios, sino también por la relevancia del intercambio comercial con Haití para nuestra economía. Más bien me inclino a pensar que República Dominicana debe mantenerse abierta a responder las consultas que, en el marco de la ONU u otros organismos internacionales, se soliciten en relación con nuestra experiencia sobre Haití, y no abandonar la presión a la comunidad internacional ―en la esfera diplomática― para que elaboren un plan, de manera acelerada y oportuna, que dé solución a la crisis haitiana.
Por otra parte, y me parece que es lo más inmediato, debemos tomar acción, anticipándonos a lo que puede suceder si los grupos pandilleros no son controlados dentro del territorio haitiano. Es decir, ante una situación incontrolable y, por supuesto, ante el pánico de una población civil extremadamente pobre, indefensa y desarmada, podemos esperar un éxodo de migrantes haitianos hacia República Dominicana y otros países de la región, como ya está ocurriendo en pequeña escala (por ejemplo, en México y Estados Unidos).
En circunstancias de esa naturaleza, los haitianos tendrán que huir de la violencia extrema por temor a perder sus vidas. Ante la ausencia de un Estado que brinde protección eficaz frente a estos riesgos y amenazas reales, se estaría presentando el escenario previsto en la Convención de 1951 y su protocolo de 1967, sobre el Estatuto de los Refugiados, el cual muy claramente establece que persona refugiada es aquella que “debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal país; o que, careciendo de nacionalidad y hallándose, a consecuencia de tales acontecimientos, fuera del país donde antes tuviera su residencia habitual, no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera regresar a él”. Pero también se puede argumentar con base en la Declaración de Cartagena sobre Refugiados de 1984, en la que se amplía la definición de refugiado, cuando la vida, la seguridad o la libertad se encuentren amenazadas debido a la violencia generalizada. Si bien la República Dominicana nunca la adoptó, por no ser vinculante con sus compromisos de carácter jurídico internacional, muchos países de la región sí lo hicieron, y esto de alguna forma nos concierne, pues se trata de garantizar la protección internacional de ciudadanos civiles, especialmente mujeres, niños y personas en situaciones vulnerables y con necesidades especiales.
Ante una eventualidad de esta naturaleza, República Dominicana debe estar preparada. Ya no se trataría de un tema tan cacareado de “invasión haitiana”, sino de una crisis humanitaria de grandes repercusiones que tendríamos que enfrentar conforme a los principios del Estado de derecho y del derecho internacional, el apoyo de la comunidad internacional, así como de los organismos internacionales especializados sobre la materia para manejar una crisis de tal magnitud.
En tal sentido, lo efectivo sería la prevención del conflicto, pero lamentablemente no se vislumbra una alerta o respuesta temprana a esta crisis haitiana, pues ni los propios haitianos tienen respuesta, pero tampoco la tenemos los que conformamos la comunidad internacional.
Sin embargo, cabe pensar que un plan holístico, a corto, mediano y largo plazo, similar al que se llevó a cabo a raíz de los conflictos armados en Centroamérica, podría ser la pauta para la solución haitiana, a partir, por supuesto, del consenso de los sectores político-sociales, gubernamentales y no gubernamentales en Haití. Creo que ―en principio― esta sería la clave para la construcción de un futuro de prosperidad en ese tan olvidado y sufrido pueblo.