Sobre la Constitución se dice y se escribe muchas cosas, en particular el día de la Constitución. Gran parte de ellas se anclan en una añoranza a un mundo antiguo distinto al cual vivimos, a un mundo donde existe un pacto político distinto; un mundo donde existen dificultades y retos. Hablamos de la Constitución como un fin en sí misma, como si ella sola puede hacer todo, como un súper papel que ha cobrado vida independiente distinta a las de sus autores y sus destinatarios. Como si de repente “nosotros, el pueblo” no somos más que actores secundarios de esta obra.

La Constitución juega un rol fundamental no solo en dar estabilidad y legitimidad (Rawls); también en definir las funciones estatales y las relaciones entre el Estado y las personas, así como entre estas últimas (K. Hesse). Es el reflejo de aquellas nociones, culturas o vidas a las que renunciamos a favor de aquellas que nos permiten llevar esta embarcación democrática a pesar de nuestras diferencias. Con independencia del régimen de gobierno, la Constitución es el pacto donde somos o nos permitimos ser y a partir de la cual pensamos en el futuro al cuestionar nuestro presente o intentar preservarlo.

Por ello es que la Constitución no vale nada si no está acompaña por el plesbicito permanente que nace de los integrantes de la comunidad en la cual – y para la cual –  se crea dicha constitución. La Constitución es el reflejo donde una parte del pueblo se impondrán sobre otros; y viceversa, el punto está en cómo el civismo y el respeto democrático constitucional preserven esas relaciones políticas. La Constitución no es perfecta, nunca lo será; pero, da los instrumentos para canalizar nuestra vida política y permitir el desenvolvimiento de nuestra vida privada en seguridad, eso si apreciamos la democracia como el mejor ambiente para que la Constitución sea.

La Constitución no solo establece las reglas de juego, también cómo cambiar estas. Digo esto a riesgo del rechazo a las continuas reformas constitucionales y la erosión que provoca al valor de la Constitución. La modificación o reforma constante de la Constitución no me preocupa tanto, aunque admito que podría tener algún efecto sobre el “sentimiento constitucional”. (K. Lowenstein). Sea la Constitución del 6 de noviembre, del 26 de enero de 2010 o 13 de junio de 2015, lo cierto es que la Constitución es el reflejo de los acuerdos y desacuerdos que varía en la misma forma como variamos nosotros, así como nuestros intereses, por eso no importa tanto que cambien. En la medida que la humanidad exista, el cambio es inevitable, las constituciones no están exentas de estos cambios, dejémonos de preocupar por ello.

Ahora bien, si algo debe preocuparnos no es qué tanto la Constitución se modifica, sino qué tanto participamos en su confección o modificación. Si el derecho a participar, que es el derecho de los derechos (J. Waldron), pasa desapercibido en nuestras vidas como seres políticos, la Constitución no tendrá esa fuerza que nos imaginamos que tiene, no tendrá ese arraigo y no podrá sujetarse a nuestra voluntad política de hacer que las cosas sucedan; incluso para no participar hay que participar. Ese es uno de los principales problemas de nuestra actual Constitución. En palabras de Stephen Breyer: “Los esfuerzos de la Constitución en crear instituciones políticas democráticas significan poco, al menos que el público participe en la vida política […]. […] En una democracia, para que las instituciones perduren, es necesario el constante apoyo de los ciudadanos ordinarios”. Más aún, no solamente de los ciudadanos, también todo aquel que ha asumido la suerte de esta aventura política que es la República Dominicana, como se deriva del Manifiesto del 16 de enero de 19844.

Aunque una Constitución como la nuestra que pone la libertad de la persona en el centro y la obligación de solidaridad, ella vale en la medida en que asumimos la Constitución como un compromiso diario con quienes compartimos la comunidad política, sin importar sus circunstancias o ideologías. La Constitución es un punto de partida, donde encontramos los puntos comunes a pesar de nuestras diferencias y distintas formas de ver y vivir la vida en reciprocidad. No se trata de saber cuántos artículos tiene, o memorizar su contenido, se trata – a final de cuentas – abrazar la democracia, impulsar el republicanismo, la igualdad y libertad nuestra como la de los otros.

A decir verdad, si lo pensamos, la Constitución es el más importante símbolo de nuestra comunidad política. Los colores se destiñen, muchos son los símbolos que no tienen significados en sí mismos, y hay palabras sonoras que desintegran o desinteresan. Los símbolos dejan de ser y simplemente cambian. Pero, la Constitución es más que eso y perdura a pesar de los cambios en ella: siempre será el plan, el punto de partida para lo que queremos en común, y aun cuando las cosas no salgan bien, nos da las pautas para comenzar de nuevo. La Constitución no es perfecta y uno que otro día las cosas no saldrán como queramos bajo aquella, pero, sin dudas es el mejor intento para una vida políticamente posible en un mundo de imposibles.