El Consejo Nacional de la Magistratura que escogió a los actuales jueces de la Suprema Corte de Justicia y miembros del Consejo del Poder Judicial es el gran responsable del desastre moral en que ha caído la judicatura dominicana, bajo dirección del magistrado Mariano Germán.

La intención del presidente Leonel Fernández, cuando encabezó ese Consejo Nacional de la Magistratura, fue política. Quería dejar sus amarres para el control de las decisiones del Poder Judicial, y para ello necesitaba adhesión política de los magistrados electos. ¿Alguien se atrevería a negar las estrechas relaciones profesionales, personales y políticas de Leonel Fernández y Mariano Germán?

El poder judicial desde entonces ha caído en un resbaladizo descenso ético y cuestionamientos en sus decisiones. Pese a los esfuerzos que se han hecho para tratar de cambiar la imagen deteriorada del Poder Judicial, no ha sido posible quitar la percepción de corrupción generalizada, de venta de decisiones, tanto civiles como penales, y de las maniobras políticas para archivar expedientes, para garantizar impunidad a políticos y funcionarios y para que la vara de la justicia no funcione cuando ha tenido que funcionar.

La Marcha Verde, por ejemplo, ha centrado sus actividades en las denuncias de impunidad garantizada que han tenido los corruptos con las decisiones judiciales. ¿Quién ha olvidado el archivo del expediente de Félix Bautista o de Víctor Díaz Rúa? ¿Alguien ha dejado de tomar en cuenta el protagonismo del ex Procurador General de la República, Radhamés Jiménez en los casos más sonados de decisiones judiciales controversiales, emitidas por la ex jueza Awilda Reyes Beltré? ¿Por qué la Procuraduría General de la República proceso a Francisco Arias Valera, consejero del Poder Judicial, y a Awilda Reyes Beltré, jueza, y nunca tocó al ex Procurador?

Son muchos los casos que pudieran servir de ejemplo relacionados con las autoridades gubernamentales del 2004-2012. Y por supuesto, muchas otras situaciones han sido archivadas y -aparentemente- borradas de la memoria de la sociedad dominicana relacionadas con actos de corrupción. Casos tan recientes como la puesta en evidencia del ingeniero Diandino Peña, director de la OPRET, por parte de Alicia Ortega, y la documentación de que se dispone sobre empresas fantasmas, testaferratos, han sido echados al olvido, como si se tratara de los personas desmemoriados de la novela El gigante enterrado, del premio Nobel de Literatura, Kazuo Ishiguro.

Se podría recordar el caso de los aviones Tucano, comprados con sobornos de la empresa Embraer de Brasil, y pagados a funcionarios dominicanos. Los Políticos han sido excluidos. O el caso de corrupción con las obras del gobierno a través de la OISOE, que los principales responsables han sido excluidos. Y por qué no recordar el caso Odebrecht, en donde las exclusiones son más que alarmantes.

Y en todo ello está la mano política en el poder judicial dominicano. Por más decisiones disciplinaria que Intente tomar el Consejo del Poder Judicial, la corrupción ha ganado la batalla y no hay posibilidad de que la justicia dominicana recupere el crédito perdido por las decisiones de sus magistrados. Y se trata de decisiones que comienzan con la propia Suprema Corte de Justicia, siguen con decisiones penales y civiles en las Cámaras y en las cortes de apelaciones, además de los juzgados de primera instancia.

Es una batalla perdida. La política se impuso sobre la justicia. Los jueces con dignidad que han quedado en posiciones relevantes han optado por invisibilizarse, y hasta convencerse de que los ascensos son un asunto de recomendaciones políticas y no de méritos por el trabajo, por la formación, por la idoneidad ética o la rectitud en su conducta.

Jueces honestos que llevan toda una vida dedicada a un trabajo pulcro y servicial, en la pobreza y sin posibilidades de ascensos, sobreviven en la marginalidad. En cambio, recién llegados al poder judicial, con posiciones políticas, con vínculos partidarios, han hecho fortuna y ascendido meteóricamente. Esos ascensos y enriquecimientos rápidos convencen a los buenos de que no hay otra opción que afiliarse a uno de los bandos que controlan la justicia.

Estamos hablando de una batalla que el poder judicial perdió desde que fue designado por el Consejo Nacional de la Magistratura del 2011. La solución es cambiar todo el Consejo del Poder Judicial, comenzar por designar jueces independientes de los compromisos políticos, que no garanticen impunidad, y que sean magistrados que se ganen la confianza de la sociedad con sus decisiones en justicia, y no en amarres. Eso no es posible, porque hay un amarre a los procedimientos establecidos, y hasta el 2024 tendremos a los actuales jueces o a parte de ellos en la Suprema Corte de Justicia. Esa norma es parte del problema. Es la garantía de la impunidad permanente hasta el 2024, y luego vendrán nuevos designados comprometidos. Triste la realidad, pero no hay que disfrazarla.