MADRID – Cuatro días antes de la elección de 1924 en el Reino Unido, el Daily Mail publicó una carta presuntamente escrita por el presidente de la Internacional Comunista, Grigori Zinoviev, que llamaba a los comunistas británicos a movilizar “fuerzas simpatizantes” en el Partido Laborista para apoyar un pacto anglosoviético y alentar la “agitación y propaganda” en las fuerzas armadas. Más tarde se descubrió que era falsa (un fraude creado por rusos blancos antibolcheviques o tal vez por el servicio secreto británico), pero para entonces, ya había causado la derrota del primer gobierno laborista del RU.
Las campañas de desinformación actuales de Rusia, parte de la guerra híbrida del Kremlin contra las democracias occidentales, parecen tener mucho en común con la tristemente célebre carta de Zinoviev. Pero ¿son realmente comparables? ¿Serían hoy las democracias occidentales diferentes sin los subterfugios rusos?
Según Gérard Araud, embajador de Francia ante los Estados Unidos, hay que poner coto a las interferencias y manipulaciones rusas en las elecciones, o plantearán una “amenaza existencial” a las democracias occidentales. Esto equivale a decir que el autócrata de un país empobrecido con una economía menor a la de Brasil dependiente del petróleo sería capaz de derribar las principales democracias del mundo.
Sin embargo, la elección presidencial del año pasado en Francia parece contradecir la lectura de Araud. La cibercampaña rusa contra el centrista Emmanuel Macron (para favorecer a la candidata ultraderechista Marine Le Pen) incluyó de todo, desde la publicación de afirmaciones infundadas de que Macron es gay a la difusión de documentos falsos que lo hacían poseedor de una cuenta bancaria en el extranjero. Pero hoy Macron es el presidente de Francia, mientras Le Pen está en problemas tratando de cambiar la imagen de su partido.
Esto no quiere decir que Rusia no pueda ser un incordio peligroso, ni supone minimizar el riesgo de que las redes sociales deformen la visión que sus usuarios tienen de la realidad, al facilitar la difusión de noticias tendenciosas o incluso totalmente falsas (aunque muchos expertos creen que Internet es mucho más eficaz generando “activismo de sillón” que auténtica movilización política).
Pero el orden liberal de Occidente no está en crisis por culpa de Rusia. Las democracias occidentales deben asumir su responsabilidad por una crisis que, en definitiva, surgió de su seno, impulsada por la incapacidad de sus dirigencias para enfrentar eficazmente los retos de la globalización.
El aspecto más preocupante de la elección presidencial de 2016 en Estados Unidos no es el intento ruso de generar oposición a Hillary Clinton mediante trolls y bots, sino que 61 millones de ciudadanos estadounidenses hayan creído ciegamente en las mentiras flagrantes de Donald Trump, el candidato presidencial menos educado y más mendaz en la historia de Estados Unidos. Por supuesto, tampoco ayudó que Clinton (con la anuencia de un testarudo aparato demócrata) hiciera una campaña débil y desprovista de visión, que ignoró la rabia creciente de millones de votantes que se sienten olvidados por la globalización.
Además, la crisis ética que aflige al capitalismo occidental no la creó el presidente ruso Vladimir Putin, sino banqueros estadounidenses que, aprovechándose de la desregulación y la interconexión financiera, arrastraron la economía global a la debacle de 2008. Después, los políticos estadounidenses se negaron a introducir regulaciones bancarias adecuadas, por no hablar de castigar a los que causaron la crisis mientras se llenaban los bolsillos. En Europa, similares fracasos éticos y políticos en la respuesta a la globalización extendieron el apoyo a los populistas de derecha e izquierda.
Si partidos populistas que antes estaban en los márgenes de la política obtuvieron casi la mitad de los votos en la reciente elección en Italia no fue por campañas de desinformación de los rusos, sino por el malestar creciente hacia un establishment político corrupto que no supo resolver los grandes problemas económicos, como la inestabilidad financiera y el alto desempleo juvenil. La elección también fue una clara muestra de las persistentes desigualdades regionales de Italia: mientras el próspero norte favoreció a la Liga (xenófoba), el Movimiento Cinco Estrellas (más populista) obtuvo la mayoría de sus votos en el sur pobre.
Puede que estos resultados electorales beneficien a Putin, pero eso no lo hace responsable por ellos. Son políticos nacionales (desde los partidarios del Brexit a Trump) los que defienden políticas divisivas, los que se niegan a admitir la importancia de la cooperación y la ética en la formulación de políticas, los que critican a las élites tradicionales y a las instituciones estatales mientras elogian a autócratas (Putin incluido). El eslogan de campaña de la Liga en Italia (“los italianos primero”) es un tributo patente al nacionalismo de Trump.
Los medios han reforzado este discurso. Es verdad que se descubrió que detrás de algunas de las “noticias falsas” difundidas a través de las redes sociales estuvo Rusia. Pero en el RU, por ejemplo, los tabloides de Rupert Murdoch y Jonathan Harmsworth han hecho mucho más para generar oposición a la Unión Europea antes del referendo por el Brexit.
La historia también ha influido. El euroescepticismo de las “democracias antiliberales” de Europa del Este es reflejo de tradiciones religiosas y autoritarias profundamente arraigadas, que han impedido a estas sociedades internalizar la cultura posmoderna de tolerancia secular y valores universales de la UE. Sirve de ejemplo de esta dinámica la combinación polaca de rusofobia feroz y nacionalismo religioso extremista.
Lo cierto es que Occidente adolece de profundas desigualdades sociales, reforzadas en tiempos recientes por la mala gestión de la globalización. Al mismo tiempo, su establishment político se fue aislando de la opinión pública, como ocurrió en la Europa de entreguerras (fenómeno que impulsó el ascenso del fascismo y del autoritarismo populista). Esta dinámica es particularmente evidente en la UE, donde muchas decisiones están en manos de una burocracia distante, exenta de rendir cuentas y carente de legitimidad democrática suficiente.
Rusia no plantea una amenaza existencial a la democracia occidental. La Unión Soviética era un adversario mucho más formidable, y terminó derrumbándose bajo el peso de su propio fracaso económico. Rusia enfrenta problemas internos de una escala similar (no sólo el estancamiento económico, sino también el colapso demográfico).
Pero eso no implica que la democracia occidental esté a salvo. Para protegerla, la dirigencia occidental debe afrontar sus propias falencias: modernizar las instituciones, mejorar la rendición de cuentas democrática, reducir la desigualdad económica y social, y trabajar para que la globalización beneficie a todos.
Traducción: Esteban Flamini