La Semana Santa es un momento para la reflexión y el descanso. En el mundo cristiano se tiene como la fecha de la conmemoración del sacrificio del hijo de Dios, apresado, torturado y posteriormente asesinado en el inicio de la era cristiana, por un poder político y militar que nunca quiso escuchar sus reclamos de arrepentimiento y de justicia en beneficio de su pueblo.

Desde entonces, han transcurrido más de dos mil años y el recuerdo de Jesús, el Cristo crucificado, representa el hambre y sed de justicia de una humanidad cada vez más inclinada por el individualismo, el sectarismo, el odio, el rechazo, la guerra y muchas otras manifestaciones enfrentadas por Jesús en toda su prédica de vida.

Y la Semana Santa es el momento cumbre del recuerdo del sacrificio de Jesús, que es amor y entrega, solidaridad y justicia. Ese Jesús que se reconoce a sí mismo en los más pobres, en los más necesitados. El Jesús que dice a los demás que lo vean a él en cada anciano, en cada niño, en cada mujer y en cada hombre que necesite el calor, el abrigo, la solidaridad. Es el Jesús que prefiere abrir puentes de comunicación entre las personas, en vez de establecer muros. Es el Jesús que no poseyó nunca nada, que no registró absolutamente ninguna propiedad, que no se ocupaba de dónde dormiría o descansaría. El Jesús que desafío el poderío político romano y permitió -siendo hijo de Dios- su sacrificio para la salvación de los demás.

Desde el calvario ese Jesús histórico y mesías ha sido tomado por las más diversas iglesias para crear imperios, o para justificarlos, y para mantener un poder sobre los creyentes, transformando sus doctrinas, interpretando sus mensajes, adornando su vida en oropeles que nunca él utilizó, o acogiéndose a un poder político que el Cristo rechazó. Un poder político al que Jesús enfrentó con bastante firmeza.

Cada líder religioso interpreta el mensaje de Jesús a su manera y conveniencia. Cada uno tiene su Cristo, como le dijera Monseñor Ricardo Pittini a Andrés L. Mateo, en la Iglesia de San Juan Bosco.

Miles de iglesias se han desparramado por un mundo con una parte del mensaje del hijo de Dios. Olvidando -muchas de ellas- de ese modo el corpus completo de la vida y la obra de Jesús. Y los católicos se entienden los herederos directos del mesías, y lo asumen como su patrimonio, y administran el ritual de espiritualidad a la humanidad en función de lo que Jesús aparentemente dejó como legado.

Pero la historia está ahí, y el emperador Constantino entendió y asumió el aparato católico como su particular patrimonio, y mostró a los cardenales, obispos y sacerdotes las ventajas del poder. Y desde entonces esa Iglesia de Jesús ha sido un símbolo de poder, arropado con la parafernalia de la fe. Es una larga historia, interesante, llena de sacrificios y también empapada en sangre, en poder, en las armas y en la palabra.

Todo depende de nuestra fe, nos dicen los evangelios, y muchas veces nos olvidamos que el origen de la era cristiana descansa en un contexto histórico precisamente de rechazo de Jesús al poder, y de una voluntad divina ¿alguien lo niega? de que el hijo de Dios fuera un mensajero contestatario, nacido en la pobreza, en la humildad, dispuesto a perdonar a los pecadores y dispuestos a ser el primero entre los justos. Incluso dar la vida -lo más preciado- por la justicia que conduce a una fe que mueve montañas.

Es lo que nos deja ese Dios de los pobres y de la justicia. Y eso debemos recordar en estos días de asueto, que la generalidad de la gente utiliza para gozar, descansar y parrandear. Muchos otros lo asumen con fe, con sosiego, y reflexionan sobre la vida que ya han vivido y lo que queda por delante. Con amor, fe y justicia.