Un día antes de comparecer al Congreso, para ofrecer datos y pruebas sobre la presunta participación de la presidenta Argentina, Cristiana Fernández, y del Ministro de Relaciones Exteriores, Héctor Timerman, el fiscal acusador Alberto Nisman fue encontrado muerto con un  tiro en la sien.

La conmoción no se ha hecho esperar, y los argentinos han salido a las calles a pedir justicia. No es el primer crimen que se produce en la democracia peronista que representa la extensa era de los Kirchner, comenzando por Néstor y siguiendo con su esposa, Cristina, como presidenta.

Al fiscal asesinado había recopilado información, y presumiblemente pruebas contundentes contra la presidenta y su ministro de Relaciones Exteriores, de un supuesto encubrimiento de Irán en el atentado de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), en 1994, en el que murieron más de 8o personas, convirtiéndose en el más grave atentado terrorista en toda la historia del país sudamericano.

Independientemente de que el crimen tenga implicaciones o no con la presidenta, o que haya sido patrocinado por los iraníes, los argentinos han salido a las calles a pedir celeridad en la investigación y a vincular el mismo con el poder que representa la presidenta. Es un crimen con incidencia política, y de hecho detiene una investigación en la que ya el muerto, un fiscal investigador con más de 10 años investigando, tenía conclusiones y las había elaborado públicamente, de que Cristiana Fernández estaba implicada en encubrir a los autores de la trama terrorista.

Argentina ha entrado en una etapa de no retorno. La muerte de Alberto Nisman es un hecho trágico con consecuencias inmediatas sobre la política argentina. La indignación salió a las calles, y pedirá cuenta por este crimen, y la presidenta tendrá muchas dificultades para desligarse de lo que ha ocurrido. La hipótesis del suicidio ha sido descartada. Es imposible desligar la presión del Estado contra el fiscal, que tenía un cuerpo de seguridad a su servicio. Las declaraciones previas de Héctor Timerman contra el fiscal son de por sí vinculantes.

El hecho criminal coloca a la Argentina ante los ojos de todo el mundo. Un crimen de esta dimensión jamás queda impune, y si las fuerzas del Estado se empeñan en el encubrimiento, o si no hacen lo que corresponde para investigar el asesinato, quedarán salpicadas de muy mala manera. No es un hecho simple. El fiscal asesinado investigaba a la presidenta del país.

Este crimen tiene también repercusiones más allá de las amplias fronteras del país sudamericano. En los lugares donde se ha intentado detener procesos de investigación contra el jefe del Estado, y existe una democracia establecida, con justicia y fiscales independientes, el poder político termina embarrado y procesado.

Cuando la justicia argentina había identificado a seis funcionarios iraníes como cómplices del atentado a la AMIA, y pedido prisión, incluyendo a un expresidente, los gobiernos de Irán y Argentina firmaron un acuerdo en 2013, creando una comisión de investigación oficial, que debió ser ratificada por ambos países. Argentina ratificó, pero Irán no lo hizo. Eso dejó al fiscal investigador en medio de la incertidumbre y siendo blanco de cualquier atentado. Pareciera planeado para que la investigación no siguiera, y concluyera sin resultados.

Las acusaciones del fiscal Alberto Nisman contra Cristiana Fernández y Héctor Timerman pusieron la tapa al pomo, y en la práctica decidieron su destino final. Por eso, a quienes hay que investigar es a la presidenta y a su canciller.