El asesinato o ejecución del presidente haitiano Jovenel Moise es un hecho que no solo consterna y horroriza. Es también uno que agrava una crisis social y política que amenaza con el total colapso de lo que aun resta de la precaria institucionalidad en la nación más pobre del hemisferio.
Haití no pudo conocer del magnicidio de su jefe de Estado en un momento histórico más complejo, accidentado y oscuro. Y por su naturaleza misma, el asesinato de Moise es un punto de inflexión ominoso que debe llamar a profunda meditación.
Las bandas armadas que desde hace tiempo asuelan Puerto Príncipe, unido a las serias disputas entre las élites políticas y la hambruna y desempleo de la población componen un cocktail letal. Por la frialdad con que las fuerzas políticas y sociales haitianas manejaron el crimen, pareciera que Moise representaba un obstáculo para algo importante. No sabemos qué.
La muerte del presidente haitiano, un novel político entrampado en las sempiternas crisis de su país, se produce a dos meses de una consulta sobre la Constitución haitiana y apenas a meses de unas elecciones presidenciales cuyos resultados no prevén la superación de sus males ancestrales.
El momento, pues, es crucial para que naciones como Estados Unidos, Francia y Canada, pasen de los comunicados de buena voluntad a una acción sustantiva que coordinada con América Latina contribuya a que Haití pueda levantarse y andar blasonando dignidad y progreso.
Por mucho tiempo, grandes potencias se han limitado a expresar opiniones matizadas y obsequiar ayudas puntuales, pero no se involucran a fondo en la solución de los problemas haitianos sin implicar intervención alguna. Y esa displicencia ejerce una presión considerable hacia esta parte de la isla.
Demasiada indiferencia, dejadez e hipocresía diplomática han caracterizado la actitud de sus pares continentales hacia Haití. Salvo una República Dominicana que siempre ha tendido su mano solidaria en favor de su vecino más próximo.
Y así tiene que ser. Por un espíritu de hermandad y, también, porque una crisis de magnitud impredecible en Haití repercute en nuestro país. Es hora ya de que se aborde la crisis haitiana como un asunto que nos atañe a todos.
El atentado contra Moise es una señal inequívoca de que la situación en Haití no puede estar peor. Esperar a que se produzca un estallido de imprevisibles consecuencias sería una irresponsabilidad histórica que nos salpicaría a todos. Pese al compromiso de la comunidad internacional, los primeros en reclamar una paso serio y comprometido son los propios haitianos, que deben encontrar puntos de coincidencia para abordar los problemas de su país aún sea con acuerdos mínimos. Es lo que podríamos esperar quienes no hemos regateado apoyar a los haitianos en su compromiso democrático.