La violencia que se registra en las escuelas dominicanas, y que abunda con imágenes ahora en las redes sociales como testimonios de hasta dónde hemos llegado en la degradación, es apenas un reflejo de la violencia social y estructural de la sociedad dominicana, con un fuerte componente del fracaso del Estado dominicano en impulsar una sociedad más respetuosa y democrática.
La corrupción en el Estado, con un aprovechamiento a todos los niveles de los funcionarios públicos, quienes van al Estado y a las instancias oficiales a servirse con la cuchara grande, se reproduce a diario sin consecuencia para los corruptos. Por eso la corrupción es también estructural y tolerada.
La falta de acción de los instrumentos de sanción de las ilegalidades con los bienes públicos es también el fracaso de la sociedad dominicana para hacerse oír por los jueces y por las instancias judiciales, incluyendo las más altas cortes del país.
Los políticos sin responsabilidad, sin ética, sin escrúpulos, sin moral que llegan al gobierno se aprovechan de la inacción de la justicia, y siguen con la depredación sin apenas cuidar las formas. Y la gente identifica a los corruptos, sabe quiénes son, donde trabajan, dónde roban, y se relaciona con ellos, porque precisamente esos corruptos son desarrolladores de movimientos y relaciones clientelares. Se perpetúan en el poder a través de las dependencias que crean con los bienes adquiridos, utilizando el presupuesto público, y se convierten en necesarios para aceitar la maquinaria electoral que los sustenta.
En estas redes se encuentran los gobiernos nacionales, locales, las instituciones descentralizadas, y las que tienen cierto grado de independencia, que también son dirigidas por políticos, algunas veces encubiertos, pero muy fielmente al servicio de uno más grande que les tolera sus asaltos al patrimonio del país.
Esa ha sido la tradición. Hay problemas en el país que deben ser resueltos, y los gobernantes se escudan en esos problemas para declarar de urgencia su solución, y se ocupan de buscar empresas para construir y para levantar grandes obras de infraestructuras con las que agrandar la riqueza de los funcionarios que toman decisiones.
La República Dominicana tiene grandes avenidas y carreteras porque esas obras dejan buenas rentas para los políticos. También se construyen y reconstruyen hospitales públicos por las mismas razones. Por dentro esas instalaciones son un desastre en su desempeño, los servicios resultan precarios, los medicamentos escasean, pero las cajas en que operan se ven muy bellas y tienen costos impresionantes.
A eso nos hemos acostumbrado. Las calles se pavimentan porque dejan beneficios a los que toman las decisiones. Avenidas que no requieren más que un leve lavado de cara se repavimentan. Por lo mismo. Caminos vecinales que cuestan cientos de millones de pesos. Instituciones públicas que construyen verjas a sus instalaciones o que se remodelan para facilitar el servicio público, búsquenlas en sus detalles y encontrarán otros motivos.
Lamentablemente es nuestra desgracia. Nadie conoce que a la construcción de la obra de infraestructura más costosa del país se le haya realizado alguna vez una auditoría: El Metro de Santo Domingo, por ejemplo, fue una gran oportunidad para el enriquecimiento de sus ejecutivos. Y parece que, pese a las evidencias, no habrá consecuencias reales por el entramado de empresas y la fortuna escondida que fue puesta al descubierto recientemente. La Justicia y el Ministerio Público garantizan impunidad. No hay pulcritud ni cumplimiento de la ley. Es nuestra desgracia.
Y lo mismo ocurre con las admisiones de pago de soborno de Odebrecht. El país pareciera no tener condiciones para saber la verdad, porque las autoridades temen. La gente está en la calle y pide la verdad, con fuerza y con razón, como acaba de reiterarse en Azua, con la marcha verde de este domingo.
La respuesta a la demanda sigue en manos de un gobierno que está en silencio, que quiere silencio y que no escucha el clamor de su pueblo. Seguimos esperando.