Desde el domingo reposan en el Panteón Nacional los restos de Gregorio Urbano Gilbert y con ello se ha honrado a un hombre con las trazas inequívocas del adalid clásico, aquel que todos queríamos ser cuando éramos chicos.
Fue aquel adolescente imberbe que en solitario plantó cara con un revólver al desembarco afrentoso de los marines estadounidenses de 1916.
Condenado a muerte por aquel arrojo patriótico, su pena le fue conmutada luego a cadena perpetua. Puesto en libertad, no dudó un instante en sumarse a las guerrillas que combatieron a las tropas invasoras.
Su espíritu indomable lo llevó a tierras centroamericanas y en Nicaragua se unió al ejército de César Augusto Sandino. Allí, nueva vez, enfrentó a la soldadesca norteamericana que había intervenido en varias naciones de Latinoamérica como parte del expansionismo con el que Estados Unidos se afincaba como la primera potencia mundial.
¿Pueden creer que décadas después, con 67 años, Gilbert se unió a la Revolución de 1965 para desafiar, con la misma bizarría, el mismo temple, a la segunda intervención norteamericana en un mismo siglo?
Sólo un héroe con un afinado perfil mítico podría acometer semejante hazaña, como lo es, en sí misma, la vida plena de dignidad, entereza, decoro y lealtad ciudadana que caracterizó la de Gregorio Urbano Gilbert.
Pareció un hombre esculpido en el mismísimo Olimpo. Un héroe griego de piel mulata que respondió a cada época con el mismo ideario, que igual era el de Leónidas como el de Duarte.
El Panteón Nacional acoge a un hombre de talla imposible de medir. Porque los héroes, en tanto seres terrenales, se dimensionan hasta el infinito cuando les toca actuar más allá de todo lo humano, de todo lo divino.