Johnny Pacheco fue uno de los gigantes de la música popular del siglo XX, al darle cohesión y proyección mundial a los ritmos y sonidos de nuestra región caribeña. Su aportación, sin embargo, puede ser vista en un contexto que va más allá de lo musical: es ejemplo por excelencia de los logros que la comunidad dominicana puede alcanzar -en su propia tierra o en la diáspora- mediante el tesón, la colaboración y la visión de futuro que la caracterizan.
El fenecido director de orquesta y empresario cambió la historia de la música tropical con el lanzamiento en 1968 de las Estrellas de Fania, que alcanzaron un pronto apogeo tres años después con un concierto en un club relativamente pequeño de Nueva York.
La grabación y la película realizadas a base de dicha presentación alcanzaron fama internacional y catapultaron a la salsa -que aún no había recibido formalmente ese nombre- a la categoría de fenómeno mundial. Del club pequeño pasaron a tocar en grandes estadios y coliseos. Pacheco se convirtió en un ícono musical. Los años de trabajo y esfuerzo, en pos del éxito del que sabía que era capaz, habían rendido fruto.
Orgulloso siempre de sus raíces -nació en Santiago de los Caballeros y se mudó de niño a la Ciudad de Nueva York junto a sus padres – Pacheco promovió que sus músicos observaran ese mismo proceder. Nunca limitó el orgullo patrio que los cantantes puertorriqueños de la Fania -la mayoría- manifestaban en tarima y valoró la cultura puertorriqueña, según lo demostró con su lema musical, “tres de café y dos de azúcar”, que alude a la proporción de elementos cubanos y puertorriqueños que, a su juicio, debe tener la salsa genuina.
Propició, además, el aprendizaje mutuo entre los integrantes de la orquesta, uniendo sabiamente a intérpretes de diferentes épocas y nacionalidades en un propósito común: alcanzar los más altos niveles de calidad musical. Aun hoy, muchos años después, músicos y cantantes que formaron parte de las Estrellas de Fania recuerdan con afecto el espíritu de hermandad e intensa creatividad que vivían durante sus conciertos y viajes.
Esa misma pujanza y sentido de compromiso con el mejoramiento personal y social se aprecia en la población dominicana residente en Puerto Rico, estimada en unas 60,000 personas, de acuerdo con los datos más recientes del Negociado del Censo de Estados Unidos. Médicos, historiadores, científicos sociales, comunicadores, publicistas y empresarios dominicanos, entre otros, dan cuenta de la diversidad y profundidad de intereses de la comunidad. La labor de trabajadoras domésticas y cuidadoras de personas enfermas, que por su dedicación y calidez terminan formando parte de la familia puertorriqueña, brinda fluidez y sosiego a la cotidianidad de numerosos hogares.
La aportación anual de la fuerza trabajadora dominicana a la economía de Puerto Rico se ha estimado en $1,700 millones, sobre todo en sectores claves como la industria automotriz, las comunicaciones, la educación, los negocios de importación, la industria de servicios y la gastronomía, de acuerdo con un análisis de Estudios Técnicos publicado el pasado año.
Tampoco han faltado en años recientes las iniciativas de colaboración cinematográfica entre productores, directores y artistas dominicanos y puertorriqueños, que incluyen grandes éxitos. Y qué decir del merengue, el emblema musical dominicano, que ha traído alegría y entretenimiento a nuestros bailes durante décadas, al punto de que, en su época de mayor popularidad, se crearon orquestas dedicadas a este género compuestas íntegramente por puertorriqueños, en una suerte de señal de plena afinidad cultural.
Johnny Pacheco fue portaestandarte de esas afinidades antillanas: dominicano de nacimiento; admirador de la música cubana, que dio base a la suya; y amplio conocedor de nuestra cultura y sentimiento patrio. Hoy, a la hora de su partida, Puerto Rico le retribuye su cariño y admiración a este incansable visionario musical. Hasta siempre, maestro.