“La probabilidad de que fracasemos en la lucha no nos debe disuadir de defender una causa si consideramos que es justa.” –Abraham Lincoln
Algunas personas cuestionan la designación de una de las principales arterias sur-norte de la ciudad de Santo Domingo con el nombre de Abraham Lincoln, pues entienden que no hay motivos convincentes para honrar a un presidente de los EE.UU. con tan importante monumento en República Dominicana. Sin embargo, la realidad es que los dominicanos nos quedamos cortos al solamente designar una calle con el nombre de ese gigante de la palabra y la acción, digno paradigma universal del estadista. Debemos recordar que el estadista es quizás la subespecie humana más exótica, digna de estudio y emulación. Abraham Lincoln es un espécimen puro del estadista, mereciendo la atención detenida de todos los interesados en conocer cómo se gobierna en democracia, y sobre todo en tiempos de crisis. Sea esta lección para seguir sus pasos o para emprender el camino opuesto de la demagogia, poco importa su nacionalidad pues su obra es universal.
En las elecciones de 1860, Lincoln recibió el mandato primordial de salvar íntegra la Unión de todos los estados, pues con ese programa de gobierno hizo campaña y recibió el voto favorable de los colegios electorales, aunque no de la mayoría de los votantes. Pero poco después, incluso antes de asumir la presidencia en marzo de 1861, empezaron los estados esclavistas a declararse en rebeldía, y en abril constituyeron la Confederación como entidad paralela y contraria a la Unión.
Lincoln estaba convencido de que sin una unión fuerte de todos los estados (que en ese tiempo eran 33), ninguna de las otras metas era alcanzable, incluyendo la abolición de la esclavitud que ya él había asumido por convicción propia desde hacía una década. Ser estadista es anteponer los intereses de la colectividad- el Estado en la democracia- a los personales y grupales. El estadista arriesga su capital político, adquirido durante toda una vida de trabajo y sacrificio, para avanzar la causa que considera justa y para el bien colectivo.
Coincidiendo con Lincoln, la abolición de la esclavitud era una meta importante para los estados del Norte que ya la habían prohibido; para los gobernantes sureños, mantener la esclavitud era primordial. Pero Lincoln fue proclamado presidente de los Estados Unidos de América, no de los estados del Norte abolicionista, y entendía que su primordial misión era preservar íntegra esa Unión sobre todas las cosas, haciendo cualquier sacrificio necesario. En sus propias palabras de estratega pragmático- auténtico estadista- expresadas en la célebre carta de 1862 en respuesta al recio editorial de su amigo y editor de un periódico radical abolicionista, Horace Greeley:
“Mi objetivo actual es ante todo salvar la Unión, y no salvar o destruir la esclavitud. Si pudiera salvar la Unión sin libertar a un solo esclavo, lo haría; si pudiera salvarla liberando a todos los esclavos, lo haría; si pudiera salvarla con el enfrentamiento de una parte de los esclavos y el abandono de la otra parte, también lo haría”.
El pragmático Presidente Lincoln sabía que si la Confederación de estados sureños prosperaba en su afán de secesión, no habría forma de abolir por completo la esclavitud en Norteamérica. Primero había que restaurar la Unión como paso esencial para luego poder emancipar a los esclavos, de ser necesario paulatinamente y compensando económicamente a los afectados por la medida. El estadista sueña como idealista, pero traza estrategias para viabilizar esos sueños sin varita mágica, sacrificando las ideas propias para cumplir en el tiempo el mandato de los ciudadanos. En eso se diferencia del común demagogo, que promete villas y castillos, sin planos ni planes, porque no tiene la intención de cumplir, siendo su único objetivo conquistar y mantenerse en el poder para provecho personal o de su grupo.
Un mes después de la elocuente carta, Lincoln detectó la oportunidad y aprovechó para firmar la Proclamación de Emancipación, declarando libres a todos los esclavos en los estados en rebeldía y abriendo las puertas al ingreso de los negros libertos en el ejército y la armada. El presidente tenía plena conciencia de la importancia de esta bien ponderada acción (tenía meses debatiéndose en su gabinete, pues muchos de sus asesores dudaban de la conveniencia)- de corte militar en su forma, pero de profundo impacto social en sus consecuencias- y el momento oportuno para su proclamación, declarando al firmar las órdenes militares:
"Nunca en mi vida me había sentido más seguro de estar haciendo lo correcto que al firmar este papel…y pongo mi alma entera en su firma.”
Con un plumazo el estadista hizo posible la participación de unos doscientos mil soldados de origen africano en la lucha por la libertad de millones y la preservación de la Unión, al tiempo que restó brazos valiosos a los rebeldes. Practicamente bloqueó la esperanza de los sureños de obtener el respaldo de los gobiernos inglés y francés a su causa, porque incorporaba explícitamente la emancipación a la preservación de la Unión, transformando la guerra civil en una cruzada contra la esclavitud, y en consecuencia haciendo políticamente impracticable el apoyo de las potencias abolicionistas a la Confederación esclavista. Fue el golpe de gracia que impulsó la eventual destrucción de los rebeldes. Dos meses antes de que terminara la guerra civil estadounidense, en conversación privada Lincoln calificó la Proclamación de Emancipación como “el acto central de mi administración y el evento más grande del siglo XIX”.
Rindamos sincero tributo al gran estadista, Abraham Lincoln, conociendo y divulgando su titánica obra para inspirar en las futuras generaciones el servicio fiel a los intereses de la colectividad- incluso a expensas de los intereses individuales o grupales- sobre todo cuando se ejerce la función pública. Su obra es un manual del perfecto estadista. La verdad es que necesitamos muchos modelos de estadistas para emular, y no hay traición en importar uno que otro refuerzo de un estado vecino y amigo para integrar a nuestro incipiente panteón, como hacemos todas las temporadas con los equipos de pelota, sin ser menos patriotas por reclutarlos.
Nota necesaria: A pesar de su íntima convicción sobre la necesidad de abolir la esclavitud, Lincoln tenía ideas y temores muy comunes entre los blancos coetáneos sobre la futura convivencia entre los descendientes de africanos y europeos en EE.UU., actitudes que fueron evolucionando positivamente durante su carrera política, cercenada vilmente a destiempo. Su pensamiento era avanzado para la época, pero no del siglo XXI. Previo a la Proclamación de Emancipación favoreció el asentamiento voluntario de los afroamericanos en África u otro territorio tropical, no así después de comprobar su valor en el campo de batalla. Algunos detractores en la era de los hechos alternativos tergiversan estas verdades para deslucir la ingente obra del estadista. Sin embargo, el testimonio de su coetáneo, ex esclavo y estadista de grandes méritos propios, Frederick Douglass, es indispensable para conocer el valor del pensamiento y la obra de nuestro paradigma de estadista, un merecido monumento a su gloria con sus medias sombras y sus potentes luces.
Como estadista, Lincoln tuvo el buen tino de desechar sus preferencias personales, trabajando siempre por el bien colectivo. Antes de su súbita muerte abogaba fuertemente por la decimotercera enmienda a la Constitución, aboliendo para siempre la esclavitud en todo el territorio estadounidense, que sería adoptada poco después de su trágico asesinato. Nota curiosa y aleccionadora: fue ratificada la enmienda al ser aprobada el 6 de diciembre 1865 por el estado de Georgia (#27 de 36 estados en apoyar); el estado de Misisipi no ratificaría la enmienda hasta 130 años después en fecha 16 de marzo 1995. La lucha por exterminar la cultura de xenofobia, racismo y discriminación continúa, sobre todo donde la esclavitud azotó con más fuerza.
Ver: http://teachingamericanhistory.org/library/document/oration-in-memory-of-abraham-lincoln/