En todo el mundo marcha el odio.
Por doquier, una amenazante oleada de intolerancia y de violencia impulsada por el odio se cierne contra los fieles de muchas religiones. Ciertos incidentes atroces están cobrando una lamentable e inquietante frecuencia.
En los últimos meses han asesinado a judíos en sinagogas o han profanado con esvásticas las lápidas de sus sepulturas; se ha muerto a tiros a musulmanes en mezquitas o se han vandalizado sus lugares de culto; han matado a cristianos en sus ceremonias religiosas; se han incendiado sus iglesias.
Más allá de estos horribles ataques, se profiere una retórica cada vez más repugnante no solo contra grupos religiosos, sino también minorías, inmigrantes, refugiados, mujeres y los llamados “otros”.
Mientras el odio se propaga cual incendio arrasador, se explotan los medios sociales para exacerbar la intolerancia. Los movimientos de neonazis y de supremacistas blancos ganan adeptos. Y la retórica incendiaria se emplea como arma, para obtener rédito político.
El odio está dejando de ser marginal, tanto en las democracias liberales como en los regímenes autoritarios, ensombreciendo nuestra humanidad común.
Las Naciones Unidas tienen un largo historial de movilización del mundo contra el odio de todo tipo aplicando medidas muy diversas, encaminadas a defender los derechos humanos y promover el estado de derecho.
De hecho, la identidad y el establecimiento de la Organización tienen su origen en la pesadilla que surge cuando se deja pasar demasiado tiempo sin oponer resistencia al odio virulento.
Reconocemos que el discurso de odio es un ataque a la tolerancia, la inclusión, la diversidad y la esencia misma de nuestras normas y principios de derechos humanos.
En términos más generales, ese discurso socava la cohesión social, erosiona los valores comunes y puede sentar las bases de la violencia, haciendo retroceder la causa de la paz, la estabilidad, el desarrollo sostenible y la dignidad humana.
En los últimos decenios, el discurso de odio ha sido precursor de crímenes atroces como el genocidio, en Rwanda, Bosnia o Camboya.
Temo que el mundo se acerca a otro momento crítico en la lucha contra el demonio del odio.
Por esa razón, he puesto en marcha dos iniciativas de las Naciones Unidas.
En primer lugar, acabo de presentar una Estrategia y Plan de Acción sobre el Discurso de Odio para coordinar las iniciativas al respecto en todo el sistema de las Naciones Unidas, encarando las causas profundas y haciendo que nuestra respuesta sea más eficaz.
En segundo lugar, estamos elaborando un Plan de Acción para que las Naciones Unidas participen plenamente en las iniciativas encaminadas a ayudar a proteger los sitios de carácter religioso y garantizar la seguridad de los lugares de culto.
A quienes insisten en servirse del miedo para dividir a las comunidades, debemos decirles: la diversidad es una riqueza, nunca una amenaza.
Un espíritu profundo y sostenido de respeto mutuo y receptividad puede trascender publicaciones y tuits disparados en una fracción de segundo. Nunca hemos de olvidar que, después de todo, cada persona es un “otro” para alguien, en alguna parte. Cuando el odio se ha generalizado, la ilusión de seguridad se vuelve imposible.
Como parte de una misma humanidad, cuidarnos unos a otros es nuestro deber.
Huelga decir que toda acción encaminada a afrontar el discurso de odio y darle respuesta debe ser compatible con los derechos humanos fundamentales.
Responder al discurso de odio no implica coartar o prohibir la libertad de expresión, sino evitar que ese discurso se convierta en algo más peligroso, como una incitación a la discriminación, la hostilidad y la violencia, que están prohibidas por el derecho internacional.
Debemos reaccionar ante el discurso de odio como ante todo acto doloso: condenándolo, negándonos a amplificarlo, contrarrestándolo con la verdad y alentando a los perpetradores a cambiar su comportamiento.
Es el momento de redoblar nuestros esfuerzos por erradicar el antisemitismo, el odio contra los musulmanes, la persecución de los cristianos y todas las demás formas de racismo, xenofobia y formas conexas de intolerancia.
Los gobiernos, la sociedad civil, el sector privado y los medios tienen papeles importantes que desempeñar. Los líderes políticos y religiosos tienen la responsabilidad especial de promover la coexistencia pacífica.
El odio es un peligro para todos, por lo que combatirlo ha de ser tarea de todos.
Juntos, podemos apagar el incendio arrasador del odio y defender los valores que nos unen en una sola familia humana.