Cuando se compara a la República Dominicana con las demás naciones del Caribe, las ventajas que ofrecemos en inversión, crecimiento de nuestra economía, tecnología, urbanización y globalización es significativa. Los registros son atractivos y por ello ya somos considerado uno de los países de ingresos medios que no requiere ser considerado entre las naciones que necesitan de la cooperación internacional.

Sin embargo, cuando se nos analiza entre los países de la región en materias como distribución del ingreso, desarrollo humano, calidad de la educación y de la salud, calidad del empleo, reducción de pobreza o independencia de los poderes del Estado, incluyendo la justicia, nuestras calificaciones son mediocres.

Somos igualmente mediocres en protección de los derechos de las mujeres, de los migrantes, de los marginados, de los envejecientes y de los descendientes de minorías, como los dominico-haitianos. Por eso no es extrañar que el diario El País, de España, publicara la pasada semana un reportaje sobre los otros paraísos que también tiene la realidad dominicana.

Las malas condiciones de las viviendas, el hacinamiento, la eternidad de la pobreza y la inutilidad de las acciones oficiales para eliminar esas lacras son parte del reportaje del diario español. Y tienen toda la razón en ver la otra cara de la moneda. Ya han visto mucho crecimiento turístico, muchas playas, y el glamour que eso representa para las clases sociales privilegiadas, incluyendo a los grupos empresariales que poco se ocupan de reducir las miserias de esta sociedad.

“Aquí y allá vemos seres humanos pegados a un paisaje, a un tipo de vivienda, a una estética, a una clase de comida y ropa precarias, a tradiciones plagadas de supersticiones y religión, a un nivel de vida tan insuficiente que condena a la desnutrición, a las infecciones (dengue o chikunguña especialmente) y la enfermedad. Un panorama de calles sin asfaltar, falta de saneamiento y servicios, hasta de identidad: un 31% de personas sin actas de nacimiento habitan en los asentamientos”.

Esto es parte de lo que describen. Y no sería injusto decir que se quedan cortos. Describen las miserias de los sectores urbanos marginalizados, y sus viviendas, tipo de comida, creencias religiosas y políticas sociales clientelares. No han penetrado al campo dominicano, ni a los pueblos y municipios más apartados de esta media isla, en donde la situación no deja de ser igualmente desastrosa económica y socialmente.

Son lastres que conocemos desde siempre. La dictadura de Trujillo las conocía y luego la endeble e incipiente democracia dominicana se propuso hacerle frente. Pero no hubo tiempo. Juan Bosch gobernó 7 meses.

Había que generar riquezas, y para ello sirvió la industrialización, la sustitución de importaciones, el turismo, la caña de azúcar. Y Balaguer registró en 300 los nuevos millonarios, que eran funcionarios y que se hicieron ricos con los manejos del poder. Y luego ocho años de gobiernos del Partido Revolucionario Dominicano hicieron nuevos millonarios, y con ese ascenso al poder se avanzó pero se desmadró la socialdemocracia, y el país sembró sus esperanzas en los mesías de la moralidad y la rectitud, que eran los alumnos del profesor Juan Bosch.

Y entonces llegó lo que durante casi 20 años hemos tenido. El desmentido en acciones de una prédica discursiva que deja a todo el mundo atónito, desconcertado. La ilusión del progreso, el nuevo camino, de lo que nunca se había hecho, frente a la realidad inamovible de la miseria, la pobreza, la ausencia de políticas coherentes de desarrollo humano.

Todo eso nos desconcierta, y nos deja sin camino claro. Y hay que marchar y buscar otros rumbos. Y por eso la gente marcha, para que venga algo diferente. Sin promesas, pero que lo haga distinto. Algo o alguien que gobierne mejor.