Hay candidatos que generan un rechazo rotundo, porque han construido un discurso agresivo, violento, desafiante, poco ortodoxo. Segmentos importantes de la sociedad lo rechazan con furia, y lo entienden una especie de reencarnación del demonio.

Lo poco ortodoxo de su discurso, más el pobre desempeño de los políticos tradicionales, permiten que la sociedad poco critica se transforme en un ente más activo y complaciente con el discurso agresivo y de rechazo de lo tradicional. Y finalmente resultan electo, para desgracia del país que los ha elegido.

Fue lo ocurrido a partir de 1933 con el creciente liderazgo de Adolfo Hitler, quien había sustentado su popularidad en el llamado pangermanismo y en el antisemitismo. Hitler, sirviéndose de su talento oratorio apoyado por la eficiente propaganda nazi y las concentraciones de masas cargadas de simbolismo, en 1934 llegó al poder y desató la más cruenta de las guerras conocidas por la humanidad hasta entonces. Su liderazgo parecía una locura, pero el pueblo alemán lo llevó al poder y él supo cómo utilizar el poder adquirido para desatar la represión, el crimen y la maldad.

Algunos países han tenido la triste experiencia de escoger personalidades desequilibradas mentalmente como presidentes, y han tenido que pagar las consecuencias. En América Latina y el Caribe hay varios ejemplos que pudieran servir para mostrar la realidad que estamos tratando de explicar.

Estados Unidos es la gran potencia política, económica y militar del mundo moderno. La hegemonía norteamericana se consolidó con la segunda guerra Mundial y la derrota de Hitler, Mussolini e Hirohito, y el posterior desarrollo del Plan Marshall. Ha tenido presidentes democráticos que se destacaron como líderes mundiales, y militares destacados, como Harry S. Truman o Dwight D. Eisenhower. Pasó por la tragedia de un presidente asesinado, como John F. Kennedy, o por la renuncia obligatoria de su presidente Richard Nixon, y sus estados fueron escenarios de la más intensa lucha por los derechos civiles, encabezada por líderes como Martin Luther King y Malcolm X.

Con la selección del magnate de la industria inmobiliaria Donald Trump como candidato presidencial del Partido Republicano, el mismo partido de Abraham Lincoln, se le presenta un serio desafío a los electores de los Estados Unidos. Grandes segmentos poblacionales han expresado su rechazo radical a Donald Trump. Y los precandidatos que han ido quedando en el camino pudieron dar testimonio de su profunda preocupación por la potencial selección de alguien que podría en riesgo muchos valores democráticos y muchas de las conquistas que a lo largo de los años ha conseguido la sociedad norteamericana.

Donald Trump genera mucho miedo. Se tiene la idea de que su apoyo procede del americano anglosajón, poco educado, ajeno a la política, pero ya cansado del fracaso de los políticos tradicionales, acostumbrados a mentir y a no cumplir sus promesas electorales. Dentro del Partido Republicano no ha habido poder con capacidad para destronar a Donald Trump de la popularidad adquirida y del apoyo conquistado entre los electores de esa organización. Se pensaba que all final los viejos líderes se pondrían de acuerdo y sacarían una fórmula de relevo de Trump, antes de la llegada del día de la convención nacional en el mes de julio.

Los pronósticos de que el magnate no sería escogido candidato se han caído, y ahora toca mirar la decisión de los demócratas: Si postulan a Hillary Clinton o a Bernie Sanders. A cualquiera de los dos el candidato conservador podría darle una batalla difícil, y hasta podría ganarle.

Lo extraño es que con el segundo mandato de Barack Obama como presidente, la economía de los Estados Unidos se ha recuperado, el desempleo se ha reducido, el sector financiero ha logrado estabilidad y la industria se encuentra en franca recuperación.

La decisión, al final, estará en las urnas y en la capacidad de encanto de los candidatos, en vender ilusiones, hacerlas creíbles y situarse como buenos vendedores de sueños. Y Donadl Trump sabe hacerlo.