Si algo se ha hecho manifiesto en la apasionada discusión que ha suscitado la sentencia TC 168/13 y consecuentes medidas del Estado dominicano es que la discriminación tiene muchos proponentes y defensores en los principales hacedores de opinión pública, en encumbrados representantes de los poderes fácticos, y en la propia administración de las diferentes ramas del Estado en la República Dominicana. En contraste, allende los mares quedan pocos adalides dispuestos a propugnar por la validez de esta ancestral práctica social que es progresivamente proscrita y sancionada en la mayoría de las naciones del mundo, y sobre todo en las de mayor desarrollo integral.
El prejuicio y la discriminación causan estupor en sociedades donde un indiscreto comentario telefónico del propietario de un equipo de baloncesto al hacerse público suscita consecuencias inmediatas, y el lanzamiento de un banano al campo de fútbol provoca el rechazo prácticamente universal, sin que estas expresiones de ninguna manera fueran propiciadas ni siquiera toleradas por sus respectivos estados. Cuando el prejuicio y la discriminación son políticas estatales el rechazo es aún mucho más tajante.
Estamos en el siglo XXI, y si la lucha libertadora en el siglo XIX fue por la abolición de la esclavitud y en el siglo XX se concentró en la batalla contra la segregación (apartheid) y el genocidio, hoy dirige los grandes cañones contra formas más difusas de esos ancestrales males sociales, como lo son el prejuicio y la discriminación que siguen presentes en muchas naciones. A estos abolicionistas del siglo XXI, los autodenominados patriotas dominicanos los descalifican como conspiradores contra la soberanía nacional y propulsores de la fusión de nuestra república con la de Haití, con tal de no enfrentar el tema de manera directa. Así también lo hacían los patriotas afrikáners hasta hace poco más de dos décadas.
¿Cómo conciliamos tan dispares puntos de vista?
Ahora que los dominicanos andamos por el mundo defendiendo nuestra desfasada visión de la soberanía en aras de contrarrestar el repudio de los que tienen por misión exterminar el prejuicio y la discriminación a nivel global, debemos tener bien claro el reto que el Poder Ejecutivo vía el Ministerio de Relaciones Exteriores tiene por delante. Persistir en desconocer los peligros que nos acechan solo nos pudiese precipitar en una situación que guarda estrechos paralelos con la de Sudáfrica hace poco más de dos décadas, y que todos sabemos cómo terminó. Mientras en el patio la inmensa mayoría de los que pueden expresarse públicamente aplaude los discursos que proclaman nuestra soberanía irrestricta en diversos medios y escenarios, la imagen proyectada en el espejo global se percibe de manera muy diferente. Con repetir que los que así nos juzgan “distorsionan” nuestra imagen porque son fusionistas e interventores en nuestros asuntos internos ciertamente no cambiaremos nuestra proyección en la opinión internacional.
Si en verdad queremos respetar los derechos fundamentales como venimos proclamando oficialmente, debemos abocarnos a un diálogo sincero para entender el mensaje de los abolicionistas de la discriminación a nivel global. Solo así podremos hacer lo necesario para convencer que el Estado dominicano no quiere discriminar por razones de raza, origen, etnia, creencias religiosas, género o preferencia sexual, entre otros prejuicios históricos para “afuerear” y pisotear a ciertos segmentos de la sociedad, manteniéndolos permanentemente abajo en la escala socio-económica-política. Específicamente tenemos que convencer a esos misioneros globales que nuestra intención no es discriminar a los descendientes de haitianos, utilizando la discriminación étnica-racial como un arma que (erróneamente) creemos eficaz para controlar la inmigración masiva. Sin embargo, está confirmado por recientes pronunciamientos que ése (el discriminar a los hijos de haitianos como medida para disuadir la inmigración masiva de los vecinos) y no otro ha sido el móvil de los decisores de nuestra política.
Pretender que la comunidad internacional acepte que tenemos el derecho a discriminar a los hijos de haitianos para defendernos de la invasión de inmigrantes que históricamente no hemos controlado por múltiples razones, utilizando sutilezas de redacción y hasta distorsionando nuestro idioma en sentencias, no es una estrategia inteligente para defender los mejores intereses del pueblo dominicano, simplemente porque no dará buenos frutos.
Tampoco es una estrategia efectiva escudarnos con el argumento de la proverbial generosidad y solidaridad del pueblo dominicano, cualidades ampliamente reconocidas pero que no exoneran al Estado del deber de prevenir el de facto efecto discriminatorio de diversas disposiciones oficiales y la creciente arbitrariedad en la administración de procesos burocráticos cuando de hijos de haitianos se trata. El pueblo dominicano es solidario con los haitianos y sobre todo en los momentos de sus mayores penurias, pero discriminamos a sus descendientes y no los aceptamos como dominicanos por el solo hecho de tener antepasados haitianos. Nadie acepta ese trueque.
Igualmente contraproducente es la excusa de que otros estados también discriminan en sus criterios sobre la atribución de la nacionalidad. Éste es un argumento pueril que jamás será aceptado por la comunidad internacional, pues si existe discriminación racial o étnica en otros estados americanos, también tendrán que ajustarse de igual manera que nosotros. Entendemos que hasta este momento el caso dominicano ha sido el primero en llegar a fallo en la Corte IDH, pero si llegasen otros similares de naciones hermanas, el dictamen les será extensivo. Además, hasta donde conocemos, en los estados americanos que han restringido el derecho a la nacionalidad por ius soli a los hijos de extranjeros, como Colombia y Chile, estas restricciones no han surtido masivamente efectos discriminatorios sobre decenas de miles de personas como en el caso de los descendientes de haitianos imposibilitados de acceder a la nacionalidad en nuestro país.
Consideremos un caso específico que es frecuentemente esgrimido por los que escriben defendiendo la actual restricción a la atribución de la nacionalidad por ius soli que excluye a los hijos de extranjeros que residen ilegalmente en el país. Nos referimos a una haitiana que cruza la frontera sin permiso migratorio para alumbrar en un hospital de Jimaní y permanece el primer año con algún familiar antes de retornar con su bebé a Haití. Por permanecer más del tiempo definido como “en tránsito” no puede ser excluido por ese concepto según las constituciones antes del 2010. Sin embargo, el niño que no permanece en el país durante su infancia no se siente dominicano si sus padres son extranjeros sin raíces, aun si ellos residen legalmente en el país porque trabajan para una multinacional. No queremos otorgar la nacionalidad dominicana alegremente, en eso muchos coincidimos. De hecho si tomamos el caso de una nación como Australia, su único requisito para confirmar la nacionalidad australiana es el arraigo, y todo niño que nace y permanece en su territorio hasta la edad de diez años es australiano, sin discriminar a los hijos de residentes ilegales. Es una solución salomónica que excluye los casos de hijos de extranjeros que no crean vínculos afectivos sólidos con la tierra de su nacimiento. Hay otras tantas fórmulas efectivas en naciones hermanas sin discriminar arbitrariamente por atributos o faltas de los progenitores, que es inaceptable, como han determinado los tribunales correspondientes. Estas soluciones de naciones amigas también pueden servirnos de guía para razonablemente restringir la atribución de la nacionalidad dominicana por razones válidas que son aceptadas por la comunidad internacional porque no discriminan al hijo por faltas de sus padres.
En fin, reiteramos que el discurso actual de que la soberanía nos empodera a establecer los parámetros para la atribución de la nacionalidad sin límites ni control no permitirá un diálogo para salir del atolladero. Si verdaderamente queremos respetar los derechos fundamentales de todas las personas que habitan o pasan tiempo en nuestro territorio, debemos escuchar atentamente los argumentos que esgrimen los abolicionistas del prejuicio y la discriminación. Ellos no nos agreden ni pretenden fusionar dos pueblos con orgullosas identidades forjadas en la historia, sino que desean ayudarnos a dejar atrás actitudes residuales de otros tiempos, como el prejuicio y la discriminación. Si verdaderamente queremos superar los prejuicios y la discriminación ancestrales, necesariamente debemos hacer un esfuerzo por escuchar sin prejuicios y soberbia a nuestros interlocutores.
Y obsérvese que ni siquiera adelantamos argumentos ético-morales sobre el tema del prejuicio y la discriminación, tarea que dejamos a los guías espirituales y filósofos, pues desde el punto de vista de esta atalaya solo estamos exponiendo las probables consecuencias prácticas de persistir en la soberbianía y cerrarnos al diálogo franco.