La diversidad cultural enarbolada por la UNESCO como principio de convivencia y tolerancia entre diferentes grupos humanos, aplicado a la cultura ofrece un recurso de reconocimiento del otro, aunque al mismo tiempo se fortalezca su propia pertenencia. No se trata de negarte, aceptando las diferencias de tu vecino o acompañante en el transito humano en que las sociedades modernas interactúan en el multiculturalismo y la diferencia, pero bajo la obligatoriedad de la convivencia sana, pacifica, tolerante y de respeto al otro.

Tolerar no es una disposición jurídica de obligatoriedad para aceptar esas diferencias, sino para conocerla y valorarla en quienes la practican y la tienen como referente de vida. La diversidad se opone al relativismo cultural que lo justificaba todo desde los linderos teóricos de una escuela antropológica. Pero esa relatividad no niega la diferencia y la notoriedad de que lo cultural ni es universal, ni exclusivo, y mucho menos impoluto, es diverso.

Partimos de la diversidad para explicar los derechos manifiestos de los pueblos en expresar sus formas culturales que le son significativas y la justifican como parte de sus esencias patrimoniales. Esos derechos conculcados históricamente, son parte de la intrahistoria.

Esas vivencias ausentes, esa otra historia invisibilizada por el poder, ha sido también ignorada por el Derecho, y hasta por el pensamiento social, que a veces se distrae en sus prioridades para no militar del lado de los Derechos sociales y culturales que le asisten a los pueblos de regocijarse a plenitud en sus formas culturales.

El derecho cultural es parte de la judicialización con que la UNESCO remarca el papel del Estado y sus órganos legislativos y judiciales e instancias culturales, en el deber de abordar el tema cultural sabiendo que las sociedades son una amalgama de tejidos culturales que terminan conformando identidades nacionales, más que una identidad  única.

El derecho cultural contemplado por la UNESCO y en nuestra constitución, estipula los derechos del pueblo a expresar su credo religioso y demás manifestaciones culturales, sin ningún tipo de restricción legal. Su prohibición es una violación de derechos como ocurre cada cierto tiempo con el ga-gá, considerado por muchos como expresión cultural haitiana, y por otros, como un complejo sociocultural y religioso dominico-haitiano o con una versión dominicana del mismo

Lo dominicano como expresión cultural, no necesariamente política, es un amasijo de manifestaciones culturales de procedencias múltiples que la historia y la vida socioeconómica se encargó de ir tejiendo hasta que llegamos a un estadio o peldaño complejo, diverso y múltiple en que los distintos grupos constitutivos han aportado a la definición de nuestra identidad, caribeña, diversa, afroamericana y mestiza. La dominicanidad es la conjunción de todos esos procesos sociohistóricos y culturales.

Las migraciones, los intercambios económicos, religiosos, culturales, son protagonistas del mismo. Responsable de una frontera compartida, la isla de Santo Domingo, alberga dos repúblicas, la dominicana y la haitiana. En ella habitan dos pueblos con hábitos diferentes y a la vez otros, que son resultantes de un pasado común como la esclavitud, la colonización, la importación de mano de obra africana y la confluencia de varios grupos étnicos de distintos lugares del mundo.

Razones políticas nos han opuesto y se convierten en una narrativa de confrontación recurrente. Sin negar las razones de una disputa por la Independencia, la dominicanidad se ha construido en oposición a la haitianidad, lamentablemente. No obstante, el comercio, el intercambio cultural, lo político, el discurso histórico,  la cercanía o vecindad y la inmigración han estigmatizado estas relaciones lacerantes.

Hoy se atisba un llamado al nacionalismo en pleno siglo XXI que introduce el tema desbordante de la inmigración y retoma los prejuicios culturales que animan la confrontación. Con pocos árbitros, pues el antihaitianismo está de moda (sin dejar de ser lo migratorio un complejo problema entre ambas naciones), el país ha pasado a un activismo institucional y discursivo que acusa de sus problemas, a la inmigración haitiana.

Este tema ha trascendido a lo cultural. Se prohíbe y condena manifestaciones culturales consideradas exclusivamente de origen haitiano, negando toda posibilidad al préstamo cultural y al intercambio que junto a las apropiaciones, conforman valores de recreación y particularismo del trasiego cultural de los pueblos.

El derecho cultural contemplado por la UNESCO y en nuestra constitución, estipula los derechos del pueblo a expresar su credo religioso y demás manifestaciones culturales, sin ningún tipo de restricción legal. Su prohibición es una violación de derechos como ocurre cada cierto tiempo con el ga-gá, considerado por muchos como expresión cultural haitiana, y por otros, como un complejo sociocultural y religioso dominico-haitiano o con una versión dominicana del mismo.

En todo caso, el Estado y sus instancias representativas y concernientes, están para hacer cumplir estas disposiciones legales del derecho de expresión de la cultura nacional en todos sus matices, si le ponemos apellidos a cada una de ellas, nos quedaremos desnudos, pues muchas de nuestras expresiones culturales son el resultado del mestizaje, pero ancestralmente no son de la isla.

Derecho cultural y diversidad son principios de respeto y democratización del manejo institucional de la cultura que debe cumplirse. Los juicios de valores sobre determinadas manifestaciones culturales dominicanas, podría generar polémicas interpretativas, que en nada contribuyen a considerarnos como un pueblo mulato, caribeño y culturalmente diverso. Es esa nuestra génesis y no otra, de ser lo contrario, entonces caminamos en un terreno movedizo de incertidumbres y fantasías sobre nuestras identidades y el proyecto de nación que debemos en algún momento definir.