La democracia tiene sus virtudes. Un abanderado de las dictaduras militares, ex oficial y casi eterno diputado del minoritario Partido Social Liberal, acaba de ser electo presidente de Brasil.

Se trata de un ultra derechista, en el más amplio sentido de la palabra, promotor del odio contra minorías, que rechaza el concepto universal de derechos humanos, y acoge la pena de muerte por ciertos comportamientos, como la homosexualidad.

Jair Bolsonaro triunfó en las elecciones presidenciales de Brasil, en las que se enfrentó en segunda vuelta con Fernando Haddad, el candidato del Partido de los Trabajadores, que tiene como líder al ex presidente Luis Ignacio Lula Da Silva, quien se encuentra cumpliendo pena de prisión por corrupción.

Brasil es un país importante en América Latina y el mundo. Ha sido sacudido en los últimos tiempos por los casos de corrupción más grandes y políticamente estructurados de que se tenga memoria: los casos de Petrobras y Odebrecht. El sistema político fue estremecido de tal modo que no quedó nadie indemne de las investigaciones judiciales, y en particular todo el sistema político fue afectado.

Con razón, hay quienes dicen que Jair Bolsonaro no ganó las elecciones. En realidad lo ocurrido es que el Partido de los Trabajadores, el más grande y de mayor incidencia entre los pobres, resultó castigado por su traición a los postulados socialdemócratas y de transparencia que siempre prometió. El PT fue castigado por su alianza con los ricos, con los corruptos, que traspasó las fronteras de Brasil y llegó a casi todos los países de América Latina y algunos países africanos.

Los pueblos castigan a quienes les traicionan del modo en que el Partido de los Trabajadores traicionó a Brasil. Dilma Rousseff fue destituida, Luis Ignacio Lula Da Silva fue procesado y encarcelado, y una gran parte de la cúpula del PT y de los funcionarios socialistas resultaron seriamente implicados en procesos de corrupción, que han colocado a Jair Bolsonaro en la presidencia de Brasil hasta el 2022.

La elección popular ha transmitido un mensaje muy claro. Pasó de simpatizar con un partido fuerte y populista, como el PT, relacionado con la socialdemocracia, a brindar todo el poder a un pequeño partido de la derecha, dirigido por un ex militar que favorece la tortura, que es un ignorante de los asuntos económicos, que anunció la apertura de la represión y el uso militar para permitir la explotación de la amazonía. El pueblo ha ido de un extremo a otro.

La gente se extraña que personas liberales, mujeres pobres y de clases medias, y que negros, mulatos y potenciales víctimas de las políticas anunciadas por Bolsonaro hayan ofrecido su apoyo a la candidatura del Partido Social Liberal. No hay que extrañarse. La indignación hace eso y muchas cosas más. Y si la indignación encuentra alimento en la manipulación, en el miedo inculcado y en la visión mesiánica de un hombre que se dice preparado para terminar con el relajo, con más fe se reafirma y brinda su apoyo a ese candidato, por más reflexión y llamado de atención que reciba.

Brasil es una incógnita. Nadie sabe lo que pasará con Brasil, ni las consecuencias que tengan para el mundo las políticas que Bolsonaro ha anunciado. El efecto Bolsonaro es también otra de las preocupaciones. Un candidato con un discurso antidemocrático, que amenaza a los medios de comunicación abiertamente, como ha ocurrido, podría prohijar políticas más o menos parecidas en otros países. Los candidatos conservadores que han ganado elecciones recientemente en América Latina no tienen las características de Bolsonaro (Piñera en Chile, Duque en Colombia, Macri en Argentina). Pero si Bolsonaro tiene éxito en algunos de sus planteamientos, algunos buscarán imitarle y no tendrían ningún rubor en poner en peligro el sistema democrático.