¿Puede un país, una sociedad, vivir en democracia sin demócratas?

El asunto ha sido materia de debate desde hace muchos años.

La convicción de pensadores y tomadores de decisiones, de que hay ciertos estadios en la vida de los pueblos que los hacen no aptos para tener gobiernos e instituciones democráticas, hizo que en el siglo XX desde las grandes potencias se alentaran, apoyaran o permitieran sin rubor el surgimiento de dictadores que se asentaron en el poder hasta morir o hasta que fueron defenestrados.

No han faltado, asimismo, quienes justifiquen dictaduras y dictadores, bajo la falacia de que para sembrar los cimientos de una sociedad moderna, organizada, funcional y defender la soberanía, es necesario primero gobernar sin ninguna oposición.

Así, los alabarderos de Ulises Heureaux, Ramón Cáceres, Rafael Trujillo y Joaquín Balaguer casi los exoneran de sus crímenes y abusos con el argumento baladí de que gobernaron en circunstancias que no se podía hacer más que imponerse con el garrote y los cañones. Mismo pensamiento que acompaña a partidarios de Stalin, Hitler, Pinochet, Stroessner, entre otros.

En la República Dominicana de hoy, después de decenios de una lucha sin tregua, parece que se ha despejado cualquier posibilidad de que una persona se haga con el poder imponiéndose por las armas y aplastando y eliminando de forma sangrienta a todo el que no se le rinda.

Sin embargo, nuestra sociedad está muy lejos de alcanzar la categoría de una democracia plena.

Si observamos las arbitrariedades que se cometen desde diversos ámbitos del poder, debemos de preocuparnos.

Talvez si contáramos con verdaderos demócratas, no tendría el pueblo dominicano que asistir a espectáculos tan bochornosos como el protagonizado por el presidente del Senado

El ciudadano que no cuenta con influencia política o económica, en cualquier momento, puede ser víctima de un atropello policial; de un vejamen en una oficina pública; de la denegación de justicia; de una prisión ilegal sin ningún amparo.

Si nos vamos a las desigualdades en la participación del usufructo de la economía, la cosa es peor. El país de mayor crecimiento en la región cuenta con segmentos de la población que apenas sobreviven, y sin acceso a servicios públicos satisfactorios.

Y hay más, el equilibrio y el contrapeso entre los poderes del Estado a veces se tornan inexistentes. El Legislativo ha devenido en casi una extensión del Ejecutivo; y el Judicial es hechura y objeto de manipulación de los dos primeros, como denunciara con claridad y valentía el juez Modesto Martínez, en su comparecencia ante el Consejo Nacional de la Magistratura.

¿Por qué adolece nuestro sistema político de estos males?

Se podrían dar muchas respuestas y explicaciones, pero acaso todas se resuman en una:

Con excepciones, quienes dirigen e integran los partidos y las instituciones del Estado no son demócratas de convicciones profundas.

Y sin demócratas, no hay democracia.

Por eso, quienes ostentan alguna instancia de poder, suelen comportarse como si desconocieran que toda autoridad tiene límites, que desde un poder no se aplasta al otro.

Desde el poder tampoco se debe desconocer el necesario y saludable contrapeso que constituyen la oposición política y la sociedad organizada en sus diversas expresiones profesionales, obreras, empresariales y religiosas.

Talvez si contáramos con verdaderos demócratas, no tendría el pueblo dominicano que asistir a espectáculos tan bochornosos como el protagonizado por el presidente del Senado, presidente de la Asamblea Nacional y secretario general y aspirante a la candidatura presidencial del gubernamental Partido de la Liberación Dominicana (PLD), Reinaldo Pared Pérez, cuando arremetió contra tres jueces del Tribunal Superior Electoral (TSE), solo porque no le gustó una decisión soberana de esa alta corte en relación con un asunto interno del Partido Revolucionario Dominicano (PRD).