La pandemia de Covid-19 ha sepultado algunos de los fenómenos más nocivos que han amenazado los últimos años la sociedad sociedad dominicana.

Por ejemplo: La delincuencia y la inseguridad ciudadana han bajado en la atención pública y también en los reportes de la Policía Nacional.

¿Quiero eso decir que los actos delincuenciales y de violencia se han reducido? No necesariamente. Como consecuencia de la reducción de actividades es menos notable la violencia, pero no ha dejado de existir, como tampoco ha desaparecido el temor de los ciudadanos al abordar cualquier vehículo de transporte público, o al caminar por las calles de los barrios de clase media y baja, a ciertas horas. Los delincuentes siguen activos, y su actividad no tiene razones para detenerse. El Covid-19 ni la socialización interrumpida son factores que les motive a quedarse en casa.

Lo que sí ha bajado es la denuncia, la atención de los organismos oficiales responsables de perseguir el delito, y como los tribunales no están operando de manera presencial, tampoco existen condiciones para que sostengamos que el crimen organizado está en repliegue.

El nuevo gobierno, las autoridades designadas en el Ministerio de Interior y Policía, en la Policía Nacional, en la Procuraduría General de la República, deberán tomar medidas coordinadas para disponer de una política criminal del Estado, que además de someter a los corruptos en las funciones públicas, también disponga de medidas que detengan el crimen organizado, y con ello aporten un poco de seguridad en las calles y en los hogares, que son frecuentemente víctimas de las pandillas y bandas que tienen las ciudades distribuidas por sectores.

El otro tema que no se debe descuidar es la ramificación de la delincuencia, fortificada por abogados y otros profesionales y agentes policiales, que se dedican a la invasión de terrenos ajenos, y para que los propietarios tengan acceso a sus tierras tienen que desembolsar grandes sumas de dinero, y vivir al acecho de los delincuentes, que en tiempos de transición de mandos, como el que vivimos, intensifican su actividad hasta ser verdaderos motivos de tragedias y de desincentivo a la inversión y a la generación de proyectos productivos.

Los invasores de terrenos urbanos y rurales se visten como padres de familias, y reclaman la propiedad de terrenos públicos y privados. Y generalmente tienen como aliados a abogados, que los dirigen y orientan, y a agentes policiales que los protegen. Y nadie se crea que es un asunto del Distrito Nacional. Están y operan con bastante eficacia en el Este del país, donde las tierras tienen un valor mayor, y también lo hacen en Puerto Plata, Santiago, Montecristi y en Barahona y Pedernales.

Son una plaga disfrazada de padres de familias que piden justicia porque no tienen donde vivir. Y en búsqueda supuestamente de viviendas ocupan terrenos propiedad legítima, utilizan niños y niñas menores de edad, y los portan como pantalla de protección ante el uso posible de la fuerza pública, y casi siempre se transan por miles de pesos, que se reparten satisfactoriamente, para luego salir a buscar el próximo “abusador” dueño de terrenos en donde ellos y sus familias “debían vivir”.

Estamos hablando de la misma delincuencia que asalta en las calles y que invade terrenos propiedad privada y propiedad pública. Es la misma extorsión. Esta última más agravada por la participación de profesionales expertos en el chantaje jurídico, al que se postran, en ocasiones, los tribunales dominicanos.