La revelación hecha por el Director de Presupuesto sobre ahorros millonarios en los dos primeros meses del presente año, más que simplemente merecer algún reconocimiento, invita a reflexionar hondamente sobre la naturaleza de la administración pública.
El que solo en cuentas de muebles, viáticos, publicidad y consultorías, el Gobierno se haya economizado unos $1, 700 millones de pesos en el período indicado nos revela una lectura que va más allá del anuncio, ciertamente auspicioso, de José Rijo Presbot.
Al considerar que ese ahorro es de poco más de $8 mil millones de pesos comprendidos entre enero y febrero próximo pasado, no deja de asombrar con cuanta ligereza se han utilizado tradicionalmente los recursos públicos.
En efecto, y aparte las nóminas abultadas, nominillas ocultas y otras prácticas que han segregado dineros del erario como parte de un entramado corrupto y corruptor, no resulta difícil responderse el por qué de tanta demora histórica en resolver nuestros más acuciantes problemas ancestrales.
Pareciera que el ejercicio gubernativo estuviera signado por décadas a no solo prevaricar con mayor o menor descaro, sino también a establecer un modo de vida estatal que contrariando toda norma de elemental prudencia, ha hecho de nuestros funcionarios verdaderos dandys. Y más que parecer, es toda una certeza el que también muchos funcionarios hayan creído vivir en una suerte de Jet Set a costa de los fondos públicos.
Los ahorros citados por la Dirección de Presupuesto muestran que por años el dispendio del gasto estaba convertido en toda una política estatal, reflejándose como un sistema que sin poder justificar su funcionalidad, ha beneficiado a sus ejecutores con ganancias irregulares.
Peor aún, el que se hayan reducido millonarias sumas en distintas partidas estatales también deja al desnudo la escasa o nula supervisión del gasto en el Gobierno Central, lo que se trata de corregir con un mayor control.
No obstante, la ocasión es más que oportuna para que, de una vez y por todas, el Gobierno establezca mecanismos más eficientes en la vigilancia de tales controles, propiciando, por ejemplo, mayores y más efectivas sanciones.
Es a todas luces imperdonable que el dinero que es de todos sea utilizado bien con pasmosa irresponsabilidad, o como ha sido penosa costumbre, como pasto de la voracidad de políticos insaciables.
Es hora de que se afiancen procedimientos y normas que posean mayor carácter institucional, que definitivamente superen a las personas en un cargo, para que la contención del gasto superfluo o inflado con fines inconfesables no dependa exclusivamente de la voluntad de alguien.
Un país que ha visto mermados sus limitados recursos por obra de la corruptela ha de ver con satisfacción que existe voluntad de controlar el gasto, un ejercicio indispensable para poder desarrollar políticas públicas con amplitud de miras y democrática operatividad.