No soy dado a los juicios y posturas radicales ni a favor ni en contra de la tecnología y sus innovaciones. No me considero ni tecnófobo ni tecnófilo a ultranza. Porque cuando se escudriña la historia de los grandes avances disruptivos de la tecnología, se encuentra que, desde las épocas más remotas, estos avances han tenido detractores y defensores. Han despertado a la vez temores, recelos y pesimismo, así como esperanzas, adhesiones y optimismo entre los que los viven. Y eso no es extraño, como digo en mis diálogos con el colega filósofo Andrés Merejo, publicados por este mismo medio en meses pasados, eso se debe, a mi modo de ver, a esa forma problemática, ambigua y contradictoria como la tecnología se produce y entra a un tejido social complejo, plagado de asimetrías, de desigualdades, heterogeneidades y de intereses encontrados. Esa complejidad choca de frente con la tendencia natural de la tecnología a homogeneizar y estandarizar esa compleja diversidad social, económica, cultural y humana.

Es innegable también, que a la par de su utilidad y beneficios cualquier tecnología tiene, en mayor o en menor medida, impactos y efectos no deseables para la gente o una parte de esta y para el medio ambiente. Por eso, las posturas absolutas y radicales en contra o a favor de las tecnologías digitales no se justifican.

La irrupción disruptiva de las tecnologías de la información y la comunicación -TIC- en un mundo globalizado en algunos aspectos, pero con profundos contrastes entre países y en el seno de estos, es entendible que tengan efectos beneficiosos, sobre todo, en lo económico y lo social, pero que a la vez, provoquen impactos indeseables en muchos ámbitos, particularmente, en la familia, la educación, la política y la cultura, entre otros. Este impacto, naturalmente, se traslada también a los sujetos y sus estructuras mentales, pero, sobre todo, a su manera de percibir el mundo, a los otros y a sí mismos.

Pero el tema que nos ocupa, la educación, es paradigmático con respecto a lo que digo más arriba sobre la tendencia de la tecnología a homogenizar no solo las estructuras sociales, sino también las mentes y los comportamientos de los sujetos para que sirvan y respondan a los valores e intereses tangibles e intangibles que las sustentan. Y aquí, hay que volver de nuevo al tema de la alienación humana y social, algo que traté ampliamente en los diálogos con Andrés Merejo.  Pero no voy a referirme a ello en esta oportunidad.

En lo que respecta al artículo del New York Times, lo primero que me llamó la atención fue el título. Pero cuando me fui a la versión original en inglés, me encuentro que lo que dice es: “La interacción humana es un lujo en la era de las pantallas”, no que “la educación digital es para los pobres y los estúpidos”, como dice el artículo que ha circulado vía WhatsApp. Intencional o no, esto es una distorsión importante, a la que hay que prestarle atención. Porque trata de decirnos que lo que se aprende de manera digital es sinónimo de pobreza y estupidez. Obviamente, una apreciación radical inaceptable, que no responde a la realidad, porque lo digital es solo un formato, una envoltura en la que se expresa el conocimiento, la información, lo datos, las imágenes, entre otros para hacerse explícitos. Ahora bien, otra cosa muy distinta es la manera cómo se asimila e interpreta lo digital y también, la capacidad para entender e interpretar el mundo digital. Y aquí, es lógico que, como pasa con muchas otras tecnologías, mucha gente las usa y las “maneja”, pero no necesariamente entiende su significado, su contenido valórico y mucho menos, su compleja relación con el resto del mundo y, particularmente, cómo impacta definiendo y redefiniendo lo social, lo económico, lo cultural, lo ambiental, lo político, etc.

En el contexto de una sociedad con una gran mayoría de población viviendo en condiciones económicas limitadas, con bajísimo capital social y sobre todo cultural, la irrupción apabullante de las tecnologías digitales en sus dos componentes: hardware y software, va a servir para crear consumidores ciegos, alienados de esas tecnologías, con muy pocas posibilidades de comprenderlas más allá de su uso instrumental, en donde el medio sustituye o desdibuja el fin. Y si a esto se agrega su uso masivo, obligado y único como herramienta educativa, entonces sí, es válido hablar de estupidización masiva. Pero no porque esas tecnologías sean por naturaleza idiotizante, sino porque el contexto de su uso y el destinatario no están preparados para hacer un uso lúcido y crítico de tales tecnologías.

Por otra parte, no creo que la sola posesión de capital económico y social sea suficiente para asumir esa postura crítica ante las TIC y cualquier otra tecnología. Me parece que se requiere además un cierto grado de capital cultural e intelectual, que no necesariamente poseen todas las personas que disponen de altos ingresos. Muchos de ellos, me atrevo a especular, son ricos muy pobres de capital cultural e intelectual, por lo que dudo mucho que ese tipo de ricos quiera alejarse y aislarse del uso de los contenidos digitales y los medios que los producen y transmiten. Muy por el contrario, serán usados en sus más sofisticadas presentaciones como muestra de elevado estatus económico y social.

Ahora bien, yo entiendo como válido reducir y alejarse del apabullante dominio de las TIC, pero, sobre todo, de los medios que reproducen contenidos digitales pobres, degradantes, violentos, xenófobos, racistas, sexistas, machistas, etc., porque lo que hacen es producir y reproducir esa misma pobreza y alienación que pulula no solo en los sectores de más bajo capital económico, social y cultural, sino también en los de alto capital económico y social, pero muy bajo capital cultural e intelectual. Tampoco creo que la educación deba dejarse bajo la influencia solo de los medios digitales y sus artefactos. Su uso único inevitable impuesto por la pandemia de la Covid 19 debe verse solamente como circunstancial, un mal necesario. La educación es, ante todo, a mi modo de ver, un proceso de intercambio e interacción social y humana. Un espacio decisivo del proceso de socialización y humanización de los individuos. Por ello, entiendo que nada debe sustituir esa interacción. Cualquier intermediación tecnológica debe ser solo eso, medio, no el fin. Lo que no significa que no se deban seguir usando los medios digitales, pero como una herramienta más del proceso de enseñanza-aprendizaje.