La airada reacción de las poderosas farmacéuticas a la postura del presidente Joe Biden de liberar temporalmente las patentes de las vacunas contra la COVID-19 revela nueva vez la dicotomía entre beneficios corporativos y derecho a la salud.

Los grandes fabricantes de medicamentos, cuyas voluminosas ganancias no hacen más que engrosarse en tiempos malos y buenos, se aferran a la peor filosofía del capital sin importar que hoy día sea peligrosamente limitado el acceso y aplicación de vacunas en las naciones pobres.

En República Dominicana aun esperamos que corporaciones como Pfizer y Astrazeneca entreguen las partidas ya contratadas, mientras en vastas regiones del planeta el nivel de vacunación es magro en contraste con el de naciones ricas.

Liberar las patentes de las vacunas contra la COVID-19 sería apenas una entre algunas medidas que se antojan indispensables para enfrentar con éxito la pandemia.

Protegidas por cláusulas de propiedad intelectual, las farmacéuticas obstruyen el derecho de países subdesarrollados a producir medicamentos para contrarrestar crisis sanitarias como la presente pandemia.

La organización Mundial de la Salud (OMS), limitada a proponer políticas y estrategias más justas de distribución de vacunas, puede hacer muy poco frente al poder acumulado por las corporaciones protegidas bajo el manto de la Organización Mundial del Comercio (OMC).

Es una dura realidad. Las naciones pequeñas y aun grandes, pero en vías de desarrollo, como India y Sudáfrica, que han promovido la liberación de las patentes, sufren en carne viva un nivel de contagios sin precedentes y una mortandad que horripila. Ante ello, las farmacéuticas no hacen más que reclamar su derecho a ganar más en medio de una pandemia que ya ha causado la muerte de más de tres millones de personas en el mundo, según cifras de la OMS.

Alegando que la suspensión de las patentes trastornaría sus programas de investigación y producción de nuevos medicamentos, lo cierto es que las farmacéuticas han producido las actuales vacunas con elementos ya investigados y probados hace años. A su vez, reiteran la vieja práctica, por demás anti-ética, de reciclar productos con baja inversión para renovar eterna y automáticamente las patentes, práctica que se conoce como "evergreening".

Pocos Estados se dan el lujo de enfrentar la actual crisis del COVID recurriendo a licencias públicas para producir medicamentos ya registrados, toda vez que es muy cierto que las grandes corporaciones no solo limitan el acceso a sus productos, sino también que impiden la posibilidad de que naciones pequeñas puedan desarrollar la investigación y fabricación de medicinas para poder enfrentar con éxito la pandemia del coronavirus y otras calamidades.

El acceso a las vacunas debiera ser no solo un derecho humano. En un mundo como el que vivimos, los beneficios de las farmacéuticas se anteponen a las necesidades sanitarias de gran parte de la Humanidad.

Liberar las patentes de las vacunas contra la COVID-19 sería apenas una entre algunas medidas que se antojan indispensables para enfrentar con éxito la pandemia.

La inaceptable codicia de las corporaciones farmacéuticas es otra de las llagas que suelen poner al desnudo las grandes crisis. Ojalá que curarlas definitivamente sea una feliz secuela al final de la catástrofe.