Artículo escrito por José Miguel Vivanco y Verónica Undurraga, y publicado en The New York Times el pasado 28 de agosto. Vivanco es director de la División de las Américas de Human Rights Watch, y Undurraga es profesora de Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho de la Universidad Adolfo Ibáñez de Chile. Por su importancia, y la urgencia que tiene la República Dominicana de superar su atraso en este tema, asumimos este artículo como nota editorial.
SANTIAGO, Chile — Hace una semana, el Tribunal Constitucional de Chile convalidó una ley largamente esperada que limita la prohibición absoluta del aborto en el país. Fue una victoria notable puesto que Chile tenía una de las legislaciones más duras sobre aborto en todo el mundo.
El Tribunal Constitucional de Chile rechazó dos demandas presentadas por grupos de parlamentarios que quedaron en minoría en el Congreso e impugnaron la ley a pocas horas de que fuera aprobada. La nueva legislación, que presentó la presidenta Michelle Bachelet en enero de 2015, despenaliza el aborto si está en riesgo la vida de la mujer o la niña, si el embarazo es el resultado de una violación y si el feto es inviable. A pesar de lo moderado de estas causales, el proyecto sufrió una oposición férrea, liderada por la iglesia católica y las evangélicas, y la oposición de derecha en el Congreso.
La decisión abre una oportunidad para que los países de América que aún imponen una prohibición absoluta del aborto —El Salvador, Haití, Honduras, Nicaragua, República Dominicana y Surinam— reexaminen su legislación. El desafío es prioritario porque se trata de países que tienen altas tasas de mortalidad materna por aborto, y en los que la violencia, la miseria y la debilidad de los sistemas judiciales y de salud se hacen evidentes en historias como la de María (seudónimo), una niña salvadoreña de 10 años con una discapacidad mental, que este mes debió llevar a término un embarazo producto de una violación sexual.
Por supuesto, existen desacuerdos éticos, religiosos y también entre médicos sobre cómo definir el comienzo de la vida humana. Pero es difícil, sino imposible, encontrar una justificación para obligar legalmente a una mujer a poner en riesgo su vida por un embarazo o llevar a término un embarazo inviable o que es producto de una violación sexual. La experiencia de Chile puede ser un ejemplo sobre cómo derogar las legislaciones que en pleno siglo XXI impiden que las mujeres y niñas interrumpan embarazos que las someten a situaciones tan trágicas.
Aunque las encuestas indicaban que el 70 por ciento de los chilenos apoyaba la nueva legislación, la victoria parecía improbable. El Tribunal Constitucional ya había prohibido en 2008 la anticoncepción de emergencia y, como en otros países, la Constitución de Chile ordena que la ley proteja la vida prenatal. Con estos antecedentes, los opositores a la ley se sentían confiados de que lograrían hundirla en el tribunal.
Para colmo, la mayor parte de la elite chilena rechazaba el proyecto de ley. Su posición es curiosa: mientras acoge con entusiasmo la globalización y educa a sus hijos en el extranjero, sigue defendiendo con pasión visiones regresivas que desconocen los estándares internacionales y los derechos de las mujeres en Chile.
En este contexto, las organizaciones de derechos humanos y de mujeres, así como el gobierno, apelaron a las aspiraciones de integración con el mundo que predominan en el país. Fueron convocados expertos y organismos internacionales de derechos humanos a participar en el proceso ante el Tribunal Constitucional.
Los expositores intentamos dejar sin bases el principal argumento de los opositores a la ley, que se sustentaba, como en otros países, en el presunto derecho absoluto a la vida del feto. Reconocimos el valor de la vida prenatal, pero sostuvimos que penalizar el aborto en todos los supuestos es una medida efectista aunque ineficaz para impedir abortos, a diferencia de otras medidas que atienden las necesidades de las mujeres, como ofrecer guarderías y prevenir la violencia de género.
La penalización del aborto, además de ser injusta, aleja a las mujeres del Estado e impide que este les ofrezca apoyo para la maternidad. Estos argumentos se sumaron a otros que habían sido exitosos en un caso similar en Colombia, donde, en 2006, una coalición de grupos de mujeres logró que la Corte Constitucional declarase que era inhumano exigirle a las mujeres que llevaran adelante un embarazo en determinadas situaciones parecidas a las que ahora reconoce la ley en Chile.
También era importante superar el estigma asociado al aborto. La sociedad civil le puso rostros a las historias de las mujeres para reflejar la injusticia que significaba tratarlas como delincuentes. En gran medida gracias a sus esfuerzos, por primera vez, las complejas discusiones sobre aborto se están debatiendo abiertamente en los encuentros familiares y los medios de comunicación de Chile.
Estas estrategias del gobierno y de las organizaciones de derechos humanos fueron claves para lograr este histórico resultado. Sin embargo, todavía queda mucho por hacer. Aún existen obstáculos indebidos para acceder al aborto legal; por ejemplo, los hospitales privados podrían tener autorización legal para negar el acceso al aborto sobre la base de la objeción de conciencia. Además, Chile debería permitir que aborten las mujeres y niñas cuya salud está en peligro, y no sólo su vida, si continúan su embarazo. Mientras tanto, este notable avance debería darle ímpetu a los países de América Latina que todavía imponen una prohibición absoluta al aborto para que abandonen esa política cruel, perniciosa y regresiva.